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Siempre que se convocan unas nuevas elecciones mucha gente se queja de la poca utilidad de las campañas electorales y el gasto que las mismas generan. Ante ello cabe preguntarse: ¿Son prescindibles las campañas electorales? La respuesta parece clara: no, claro que no, ... dado que las mismas sirven o debieran servir, para transmitir a los ciudadanos las soluciones que los partidos políticos ofrecen a los problemas de aquellos y el compromiso personal de cada candidato para llevar a cabo las mismas. El problema radica -y de ahí la desconfianza- en que tan pronto se cierran las urnas, muchos de los elegidos aplican aquello de «si te he visto no me acuerdo». Pero, ¿ha sido eso siempre así? No, ni mucho menos.
En la Transición oímos al entonces presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, decir: puedo prometer y prometo elevar a normal lo que en la calle es normal. Y lo hizo. Igualmente propuso, con el impulso del Rey Juan Carlos I, y la colaboración del resto de fuerzas políticas que representaban a todos los españoles, hacer de nuestra nación una democracia moderna y homologable con el resto de Europa. Y lo hizo. Felipe González, al frente del PSOE, prometió hacer de este una fuerza política socialdemócrata -en línea con los partidos socialistas europeos en los que personajes como Olof Palme decía aquello tan revolucionario de que «su misión en Suecia era acabar con los pobres, no con los ricos»- abandonando para ello el marxismo en el que estaba anclado el viejo PSOE anterior a Suresnes. Y lo hizo, aunque para ello tuvo que renunciar por un tiempo a la secretaria general de su partido. Santiago Carrillo planteó a los suyos aceptar la bandera tradicional española y la monarquía parlamentaria para sumar sus esfuerzos con el resto de fuerzas políticas para la construcción de una verdadera democracia en la que todos pudiéramos participar y en la que todos nos sintiéramos representados. Y lo hizo. Manuel Fraga se propuso traer hacia la moderación política a amplios sectores sociales anclados en el antiguo régimen poniendo para ello por delante su ejemplo y su desbordante personalidad. Y lo hizo.
¿Qué tuvieron en común los políticos anteriores? Pues algo fundamental en cualquier líder: la credibilidad de que harían lo que decían. A ello sumaron plena disponibilidad para colaborar entre ellos para la obtención de las mejores soluciones para nuestro país, fruto de lo cual fue la Constitución del 78 -elaborada con la contribución de todos y que recogió una parte de cada uno para que todos pudiésemos sentirnos parte integrante de ella- o los Pactos de la Moncloa, tan fundamentales como fueron para la transformación y modernización de nuestra economía. En definitiva, entre todos hicieron posible la «libertad sin ira», que por aquel entonces se cantaba por toda España.
Por contraposición, ¿Qué credibilidad nos ofrecen muchos de los actuales líderes políticos?, ¿Qué confianza nos merecen algunos de ellos?, ¿Qué garantías tenemos de que cumplirán los compromisos ofrecidos cuando solicitan nuestro voto? Desgraciadamente ninguna, ya que un día sí y otro también comprobamos que aquellos que decían «esto nunca lo haré» al día siguiente vemos que lo hacen; «con estos nunca pactaré» y al día siguiente vemos que pactan; «con este jamás gobernaré» y al día siguiente vemos que lo integran en su gobierno; «bajaré los impuestos» e inmediatamente vemos que los incrementan; «buscaré el acuerdo y el pacto» y después vemos que actúan como si los adversarios políticos fuesen encarnizados enemigos.
A la vista de lo anterior, ¿Se imaginan a tales políticos en el Ferial de Torrelavega?, ¿Qué valor tendría el acuerdo y apretón de manos de los mismos? Evidentemente ninguno, pues, ante comportamientos como los expuestos, si la compraventa de ganado fuese encargada a tales actores es claro que el lío en el ferial, consecuencia de los continuos engaños, sería continuo. Entonces, si gente sencilla, como son quienes compran o venden una vaca en cualquiera de nuestras ferias, son capaces de mantener su palabra como un valor sagrado y ninguno de sus integrantes permitirían un comportamiento distinto, ¿por qué nuestros políticos actúan así? ¿Quiénes son los culpables de que se comporten tan impúdicamente como muchos de ellos lo hacen? Pues, mal que nos pese, la culpa la tenemos nosotros, los votantes. En primer lugar aquellos que formando parte de un partido político permitimos a nuestros líderes que engañen a los ciudadanos sin pedirles luego responsabilidades, haciéndonos con ello corresponsables de sus engaños. En segundo lugar, los que sin formar parte de ningún partido volvemos a votar a quienes, una y otra vez, nos engañaron, legitimando así su innoble actitud y, con ello, animándoles a seguir engañándonos. La solución, por tanto, la tenemos nosotros, los electores, y si no la ponemos en práctica cuando vamos a votar luego no nos quejemos.
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