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En 1945, seis años después de terminada la Guerra Civil, el fascismo acababa de ser derrotado en Europa y el falangismo, que atravesaba el que sería su mejor momento en España, puso de moda una canción 'Montañas nevadas', cuya primera estrofa reza así: «la mirada ... clara, lejos/ y la frente levantada/ voy por rutas imperiales/ caminando hacia Dios».
En 1950, tenía yo 7 años y me encontraba en transición escolar de los Agustinos (de cuyo colegio me había sacado mi padre porque un maestro sádico había azotado mis desnudas piernas con una vara de olivo) a los Salesianos. Tuve entonces que acudir, durante unos meses, a una escuela nacional donde empezábamos el día cantando el himno de Pemán. Allí me enseñaron también 'Montañas nevadas'; pero en mi mente infantil se corrompió el incomprensible tercer verso, que yo cantaba así: «pomporrutas imperiales». Un claro caso de «justicia poética».
En 1976 Franco moría en la cama y un primerizo Fernando Colomo hizo un cortometraje con el mismo título, lo cual me hizo pensar que dicha corrupción poética la habíamos padecido más de uno y alguno la tenía clavada en el alma. Sin duda lo más glorioso es el mentado neologismo, que por sí solo pone en solfa toda una época de nuestra historia y -lo que es más grave- toda una forma de contar la historia que ha perdurado hasta nuestros días: la del dichoso imperio español.
He mencionado harto número de veces ese bucle político-melancólico en el que es tan fácil enmarañarse, y tan difícil de liberarse una vez perdido en su laberinto. En las horas más bajas de la política nacional, tras una devastadora Guerra Civil y lo que se nos venía encima por causa de la derrota de 'los nuestros' en la Segunda Guerra Mundial, perderse en dicho laberinto era una tentación irresistible. El pasado imperial sería el clavo ardiendo.
Quizá sea más difícil de entender que 75 años después volvamos a las andadas; pero si se piensa bien caemos en cuenta de que en 2020 estamos atravesando una situación parecida a la de los años 40 o 70 del siglo pasado; es decir, una crisis del sistema político vigente.
Cuando esto ocurre se produce en las mentes más conservadoras una regresión melancólica a un pasado que realmente nunca existió. Se ha criticado con razón el nacionalismo vasco (el excelente libro de Juaristi-1997) y se continúa criticando en parecidos términos el nacionalismo catalán, por estar ambos empantanados en ese bucle; pero no somos conscientes de que el nacionalismo español, ya sea manifiesto o latente en muchos de nosotros, cojea del mismo pie. El éxito editorial de recientes revisiones de la famosa leyenda negra, de la que supuestamente seguimos siendo víctimas, no me dejará mentir.
El estudio desapasionado del imperio de los Austrias, cuyo nombre señala con el dedo su naturaleza dudosamente española, permite ver sus luces y sus sombras. Tanto en sus características peculiares como en sus semejanzas con los demás imperios; particularmente los elementos comunes a este sistema de dominación, que en Occidente inauguró Alejandro Magno y tiene en EE UU su última edición. Imperio y nacionalismo, a pesar de ser enemigos declarados, resultan ser dos polos que paradójicamente se atraen. En los mejores momentos del nacionalismo, el imperialismo vendría a ser la realización de sus sueños; y cuando pasa por los peores momentos, sus sueños se convierten en delirios imperiales. Se supone que el Estado-nación es hijo predilecto de la democracia; pero la realidad es que cuando el Estado cristaliza en nación, no es la democracia sino el nacionalismo lo que termina por imponerse. Eso es lo que está pasando en España.
Este cuento viene a cuenta de que Vox está creciendo como Bertolt Brecht veía crecer a Arturo Ui: mientras los que cortaban el bacalao a la derecha pensaban que Ui era imparable, Brecht afirmaba que era 'resistible'; pero a causa de la ceguera habían terminado sentándole a su mesa, con la vana esperanza de controlarle desde dentro para que sirviese a sus propios fines. Solo que esa ceguera de la derecha, era la imagen del espejo de una similar ceguera de la izquierda respecto a Stalin, el cual había deslumbrado al propio Brecht.
Uno se ha cansado de repetir que Pablo Casado terminaría por caer en la misma trampa que, a su izquierda, ha caído Pedro Sánchez. Pero la ambición desmedida de poder les ha cegado a ambos. En el caso de Casado, no tanto a él como a los miembros de su partido y terminales mediáticas.
En el caso de Ayuso la ceguera es patológica. Dado que el Estado español raramente ha podido actuar con la firmeza de otras naciones, el nacionalismo ha prendido en las autonomías más autosuficientes en forma de separatismo; lo que nos ha metido en este lío. Solo que ahora es Vox quien capitaliza los redivivos sentimientos nacionalistas en el resto del país.
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