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En su historia de la Europa del siglo XIX, se extrañaba el napolitano Benedetto Croce de que, siendo España la nación que había creado y exportado el término 'liberal', hubiera resultado, sin embargo, tan enemiga de las libertades personales durante toda la centuria. Se quedaba ... corto este ilustre liberal italiano, pues aún habrían de acumularse, como regímenes, la dictadura primorriverista y el franquismo, y, como episodios antiliberales, las normativas de la Segunda República que facilitaron desde el principio a sus gobiernos la censura y otras medidas autoritarias y faltas de garantías. Sorprende mucho leer, por ejemplo, en las crónicas parlamentarias del periodista gerundense Josep Pla en aquella época, los incisos que explican que un cierto fragmento ha sido censurado.
Los españoles fuimos, pues, liberales de la primera hora (hasta los decembristas rusos copiaban nuestra Constitución gaditana), pero nos perdimos el resto del día hasta bien entrada la noche. El hecho es que seguimos padeciendo un grave problema respecto de las libertades y los equilibrios de poderes que han de protegerlas. Podemos mencionar varios casos de los últimos años en que se han atropellado masivamente los derechos del ciudadano. Un primer caso, evidentísimo, es el del Gobierno de Puigdemont y su concomitante Parlament, que aplastaron en un simulacro de referéndum y una proclama de independencia los derechos de millones de catalanes. Que aún lo reivindiquen y defiendan no hace más que reforzar nuestro análisis. Lugar número uno del iliberalismo en España: Cataluña, donde no está claro que una persona pueda hacer libre uso de la palabra, por ejemplo en una universidad, si no es de la cuerda republicano-fantástica.
Ha arrebatado este primer puesto al nacionalismo vasco radical, que hasta hace diez años pegaba tiros o ponía bombas a los que sencillamente pensaban que el País Vasco es parte de España y que la Constitución actual permite perfectamente una convivencia democrática entre las diferentes ideas de sus ciudadanos. Mucha sangre ha corrido, y mucho homicida ha habido que detener en España y Francia, hasta que algunos han llegado a la conclusión de que «no tenía que haber ocurrido». Les falta aún el «no volverá a suceder» del Emérito cazador.
También aquí, como en Cataluña, con una parte de la Iglesia católica en una posición muy equívoca. Algunos señores pertenecientes a una religión que se asentó gracias a la existencia de un imperio, el romano, decidieron en cierto momento que las almas se salvan mejor en rebaños nacionales. Quedaba sin explicar por qué Yavé confundió a los albañiles de la Torre de Babel haciendo que hablasen lenguas incomprensibles entre sí, o sea como castigo, o por qué el primer gran don del Espíritu a los apóstoles fue el de lenguas, cuando no existía Google Translator. Ya el Antiguo Testamento tuvieron que editarlo los judíos helenísticos en griego (la Septuaginta); el Nuevo está en el griego común que se necesitaba para llegar a la parte más poblada y adelantada del imperio romano (Éfeso, Tesalónica, Corinto, Alejandría, Hierápolis...). San Jerónimo hizo su nombre traduciendo todo esto al latín (la Vulgata), para que lo pudiéramos entender los zotes de la parte occidental. De nación en nación el cristianismo no se hubiese propagado. Se hubiera quedado en su propia 'nación', a saber, como una secta judía rarita. Un cura nacionalista es una contradicción teológica, pero, como decía un simpático consejero del Gobierno de Cantabria, «Juan Luis, con estas burras aramos».
Otro caso iliberal ha quedado de relieve con las sentencias del Tribunal Constitucional sobre las situaciones de estado de alarma durante la pandemia. No se ha garantizado el control parlamentario al Gobierno, no se ha reconocido el carácter de excepción de las medidas, y se ha habilitado sin fundamento a los pastores de aldea autonómica a disponer a su criterio de los derechos del ciudadano. Lo malo no son las sentencias, sino que algo que debería haber irritado profundamente al país, si su alma o cultura fuese liberal de verdad, en cambio ha pasado como una pifia más del Gobierno, para los que le son adversos, o como un capricho del árbitro, para los que le son afines.
A nadie escandaliza, tampoco, la facilidad con que se transita entre la vida partidaria del ejecutivo o el legislativo y el poder judicial y sus estructuras. La elección de ciertos órganos se reduce a la colocación de presuntos o confesos afines ideológicos. El Tribunal Supremo acaba de obligar a la Presidenta del Congreso a cumplir una sentencia contra un diputado de Podemos que en un primer momento el legislativo se resistía a implementar. O sea, que cuando la judicatura no está en línea con la política, que se vaya preparando. Esto es muy contrario a un estado liberal de espíritu. Es tribalismo posmoderno y nada más, sólo falta que cada grupo se haga un tatuaje del clan.
Las autonomías han supuesto un nuevo riesgo, contrapartida de su oportunidad. Porque es bueno acercar la Administración al ciudadano, pero no tan bueno acercarle un poder que no controla. Es indudable que se producen fenómenos de neo-caciquismo por doquier, y una economía política del favor que no es tan diferente de la de la época de Romanones, aunque ahora es más amplia y digitalizada además de 'digital'. Los debates están mediatizados por la cautela de los generadores de opinión ante el poder territorial. Ayuntamientos pequeños, como los de Cantabria, quedan generalmente inermes ante el poder autonómico. Me dirá usted que ya hubo caciquismo aquí en épocas en que no existía el autogobierno, y bien cierto es. Pero no hemos montado una estructura nueva, cuasifederal, para recaer en vicios alfonsinos.
Ayudaría mucho el que los ayuntamientos se agrupasen en unidades bastante mayores (con 15 'condados' de unos 25.000 vecinos, además de Santander y Torrelavega) y que actuasen coordinados para fomentar planificaciones de largo plazo, que reducen la discrecionalidad y el favoritismo. Cuarenta años después, asegurar el principio liberal en condiciones autonómicas sigue siendo un desiderátum en muchas, demasiadas ocasiones.
Es un problema que un siglo después la pregunta de Croce no haya caducado.
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