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Y no éramos inmunes a todo mal. Habíamos construido el mito de la sanidad española sobrevalorada como una de las mejores, pero resulta que sólo nuestros sanitarios eran los mejores, y no dudaron en cruzar la frontera de lo temerario cuando el sistema sanitario ... les dejó solos. Para vergüenza nacional, el 31 de marzo, a dos semanas del primer estado de alarma, 'The New York Times' dedicaba la portada a los que denominaba los 'Kamikazes sanitarios españoles'.
El reportaje mostraba al mundo como nuestros sanitarios improvisaban con bolsas de basura, envoltorios de batas, sábanas quirúrgicas, con lo que tuvieran a mano, una suerte de trajes de protección, y como trampeaban mascarillas que ya deberían haber tirado hacía días. Finalmente, daba cuenta de la elevada tasa de contagios entre los profesionales, muy superior a la de otros países.
Previamente, el 13 de febrero de 2020, el ministro de Sanidad participó en la reunión urgente con el resto de ministros de la Unión Europea en Bruselas, donde se les advirtió de que había que hacer acopio de suministros y equipos de protección. Ese mismo día, el ministerio daba cuenta, a través de su servicio de comunicación -accesible en su página web-, de las palabras textuales del ministro: «España tiene suficiente suministro de equipos personales de emergencia en este momento». Es evidente que el ministro no sabía lo que decía, pero lo peor es que no podía saber si era o no era verdad lo que decía. Ni él ni nadie en su ministerio podían saberlo, porque no existe la sanidad española, era sólo un mito. Sí existen las sanidades españolas inconexas, descoordinadas, que nos brindan distintos protocolos para el tratamiento del cáncer y, a la vez, les es prácticamente imposible acceder al historial clínico de un enfermo de otra región al que ocasionalmente tengan que atender de urgencia. Por otro lado, los virus desprecian el mapa y no se detienen en los límites territoriales de cada autonomía.
Luego vino cuando el ministerio intentó comprar lo que antes desconocía que hacía falta, pero chocó con su realidad. Ni una tirita había comprado desde el año 2001, así que deprisa, deprisa, las distintas sanidades españolas se lanzaron a comprar lo que pudieron. Ni siquiera la Ley de Seguridad Nacional de 2015 había logrado que las distintas sanidades comunicaran al ministerio, a pesar de estar obligadas a ello, con que material contaban para tener un catálogo de recursos y decidir como movilizarlos. Había respiradores sin contabilizar, hasta en las plazas de toros, como los dos que el alcalde de Arnedo (La Rioja) recordó que tenían en su enfermería. Pero todos ellos, más los que tuvieran las clínicas veterinarias, odontológicas, estéticas... deberían constar en ese catálogo para usarlos en caso de emergencia, como era el caso.
Y no fue posible que los sanitarios de regiones con menor presión acudieran a ayudar a otras en apuros. Los que se presentaban voluntarios no podían ser admitidos, porque estaban contratados en el Sistema de Salud de su región, y eso hacía inviable su generoso gesto. Hasta el segundo estado de alarma no se aprobó una legislación de urgencia que lo permitiera. Tampoco hubo traslado interregional de enfermos, las ambulancias no pueden salir de una comunidad y adentrarse en otra, salvo trámite burocrático de meses de vida. En definitiva se libraron diecisiete batallas dispares contra el coronavirus. Una fiesta.
Las recomendaciones de la UE para España, años 2019-2020, lanzan un primer recado: marcado déficit de inversión en infraestructuras sanitarias, importantes carencias en las condiciones de trabajo de los sanitarios, disparidades regionales y lamentable descoordinación. La pandemia ha sentado que el dictamen era absolutamente certero. Para afrontar todo esto, ¿qué vamos a hacer? ¿Vamos a crear nuevos impuestos destinados a la Sanidad? ¿Vamos a implantar un rosario de copagos sanitarios?
Para tratar simultáneamente todos esos problemas, obtener fondos suficientes para invertir en infraestructuras sanitarias, contratar a más sanitarios, tratarlos como han demostrado que merecen ser tratados, terminar con nuestras desigualdades regionales y con la absurda descoordinación de dieciocho máximos mandatarios sanitarios, a menudo con intereses políticos contrapuestos, como hemos visto, hay que volver a tener una sanidad española.
Trocearla fue un error, un lamentable error. Se eliminaron las ventajas de toda economía de escala, se multiplicaron hasta la náusea los equipos de gestión y los gastos administrativos, dando lugar a una sangría económica sin lucimiento.
En 2002, cuando se finiquita la sanidad española, nos costaba 38.563 millones de euros. En 2009, ese gasto ya se había duplicado, 77.551 millones. Vinieron años en los que en vez de ahorrar en otras cosas, el Estado y las Comunidades Autónomas, redujeron el gasto sanitario, luego ligeramente se recuperó y ya antes de la pandemia, año 2019, era de 72.000 millones de euros. Multiplicación de gasto para merma de eficacia y de equidad territorial.
La propuesta de tener una sanidad española es radical, porque va a la raíz del problema. Si no mostramos voluntad de reconocer o de hacernos cargo de verdaderas dificultades, si no asumimos la responsabilidad de cambiar, jamás avanzaremos, ni resolveremos nada.
Y la pandemia nos ha dado una primera y dolorosa lección: la sanidad pública es fundamental, y su organización política es un fracaso. Las mejores sanidades del mundo no requieren que sus sanitarios sean kamikazes. Reconstruyamos una sanidad pública española, igual para todos, ataquemos de raíz nuestros problemas.
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