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Hay un tiempo para cada cosa. Y estos son malos tiempos para la moderación. Y no porque no sea necesaria, que siempre lo es, sino ... por inadecuada. Es como lanzar un vaso de agua a un incendio apelando a la conciencia y responsabilidad del fuego. Que no estén claras las alternativas, o que ninguna parezca buena, no debe llevarnos a engaño: hay momentos en que el talante es insuficiente, y éste que vive España es uno de ellos.
Solo resulta operativa la moderación cuando al otro lado hay alguien con el que, más allá de las diferencias, tenemos bases importantes en común. Hasta ahora ha sido así, al margen del 'teatrillo político'. Pero ahora ya no está tan claro. Estamos viendo que afloran diferencias de raíz en torno al modo como unos y otros concebimos la democracia. Diferencias que van mucho más allá de los defectos de un modelo imperfecto.
Creíamos que la defensa del Estado era algo que nos unía a los demócratas, pero vemos que ya no. De igual modo, pensábamos que a unos y otros nos repugnaba la idea de que el Gobierno pudiera aprobar leyes cuyo único propósito era favorecer a los suyos, o a los afines; pero ya tampoco. Dábamos por sentado que todos compartíamos la bondad de la separación de poderes, aunque supiéramos que su aplicación era imperfecta, pero acabamos de descubrir que ni siquiera eso nos une ya.
Entonces, ¿sobre qué podemos construir algo en común? Queda la esperanza de que la acumulación de excesos abra los ojos a los suficientes para mover al cambio. Pero ello solo se logrará llamando a las cosas por su nombre y reconociendo que vivimos una situación de gravedad excepcional.
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