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Me aburro. ¡Qué aburrimiento! ¡Qué aburrido! Esta letanía está instalada en nuestros niños y jóvenes. Y no sólo eso, sino que hemos asumido que a toda costa y a cualquier precio hay que evitar que esta plaga caiga sobre nuestros pequeñuelos.
El verano de la ... mayoría de estos padres y abuelos que ahora son esclavos de evitar el aburrimiento de su progenie, era interminable, eterno y caluroso. Muy caluroso. El horario venía marcado por la hora de comer, la orientativa merienda en la casa propia o ajena y la voz en grito de la madre para la cena.
Tener pueblo era un lujo vacacional. Bicicleta cual Ferrari. Desgastando rueda de sol a sol. El sancheski como vehículo secundario de temporada y el triángulo artesanal para quemar suela y piel a partes iguales. Ver la serie de moda era un ejercicio comunitario de la chavalería que se arremolinaba derredor del privilegiado Vanguard o Thomson de la aldea. Canicas, peonzas o cromos, según la breve temporada semanal que tocara. Y aburrimiento. Mucho aburrimiento y abundante tiempo de no hacer nada. Porque estaba permitido y bien visto aburrirse. Y no hacía falta ni terapia familiar ni manuales de autoayuda.
Los padres ni te buscaban los amigos, ni te solucionaban los problemas con los novietes, ni te daban charlas de psicólogo argentino. «Ibas con los de siempre, donde siempre, a hacer lo de siempre». Tu madre y tu padre sabían de sobra lo que había. Te ponían firme cuando debían y se hacían los locos en la mayoría de los casos. Ni fueron tus amigos o tus colegas ni nunca lo pretendieron. Eran tus padres. Que no es poco.
Hoy, los padres de un chiquillo ocioso tienen que dar más explicaciones que un profesor de vacaciones. Si eres niño o adolescente arrastras una agenda más apretada que los tornillos de un submarino nuclear. Campamento urbano por la mañana, piscina a media tarde y por la tarde-noche cine de verano al aire libre y actividades en familia. Y como entremés, unos cuadernillos de un totum revolutum de saberes varios para que el próximo Premio Nobel no pierda el ritmo. Y por supuesto, todo ello de la mano de esos impagables pedagogos, grandes profesionales de la animación y conductores de UBER, que son los abuelos.
Mi infancia son recuerdos... sin móvil, sin televisión, sin Internet, sin ludoteca, sin padres guais. ¿Cómo sobrevivimos a los 70 y 80? -de antes no puedo dar fe-. Pues con no poco aburrimiento, con mucha calle, con bastante pueblo y con muchísimos amigos.
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