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La brillantez del estilo suple muchas veces la ausencia de pensamiento en la escritura. Muchas veces es utilizado un artificio similar en otros órdenes de la vida y suplir el error, la gestión o la dirección gasta muchas veces más energía en el torpe que ... si se parase a pensar, o actuar, o resolver, o permitir, dejaría de serlo. Pero el tonto o el abusón prefiere gastar sus fuerzas en impedir, es decir, en prohibir, olvidando plantear soluciones factibles o inteligentes. No crean, a veces les da resultado a corto plazo y hoy día, si uno se descuida, le prohíben hasta respirar y así rápidamente se acaba el lío.
Pues bien, yo he decidido imprimir un rótulo bien grande en mi interior que me aporte resolución y diga: «prohibido prohibir» para que no me arrinconen, defender mis derechos y con esa filosofía porfiar ante las prohibiciones injustas, que las hay de todos los colores y en todos los lugares. Si unimos a ello las nuevas normas abusonas de obligado cumplimiento que imponen los bancos, las gasolineras, los aparcamientos... nos van oprimiendo hasta hacer nuestra vida complicada y ocupada de estrés y prisas, al contrario de las justificaciones que nos dieron al imponerlas. Casi sin enterarnos vamos cediendo y maltratando nuestro necesario confort del día a día del que disponíamos y que complica nuestra actividad y nuestra convivencia:
Comienza el día en el ascensor con prohibidas más de tres personas no convivientes; nos vamos al banco corriendo porque está prohibido pagar recibos o retirar dinero después de las 11.00; prohibido poner gasolina sin pasar por caja previamente, pero échesela usted mismo; prohibido a más de 50 kilómetros/hora, de 30, de 20... ¿Dónde acabaremos?; prohibido aparcar excepto en OLA; prohibido sin guantes... y uno opta por volver a casa: súbase la mascarilla, si la llevó bien. Bueno, por si acaso... Y la gente, como es lógico, acaba optando por hacer vida exclusivamente en su barrio. Es decir, elige no compartir, por no moverse, opta por una vida más limitada, eso que siempre creímos que era un fracaso en el diseño de las ciudades modernas porque la vida sin salir no identifica al buen urbanismo ni al buen urbanita, es decir, al tipo que elige la ciudad para vivir y que desde luego no desea ver el centro abandonado y silencioso.
Hoy bien sabemos que se llevan las ciudades con alma verde, y está muy bien pero en la vida conocemos que existen además otros colores que son tan necesarios o más y que a veces pueden ser indispensables porque también aportan oxígeno, en este caso económico, industrial o colectivo. No sólo son obligatorias para las ciudades las ideas de carril bici -que también-, y no debiera de ser pecaminoso defender asimismo el asfalto, los coches, las oficinas, los trenes de cercanías o las aglomeraciones que equivalen a los platos de cuchara de siempre que añoramos y nos sientan bien por mucho que nos gusten los avances culinarios.
¿Quiere esto decir que las soluciones cómodas, bonitas o agradables para la convivencia en las ciudades fueron promovidas por gente inteligente y casi siempre las prohibiciones por gentes inútiles? No exactamente, pero es cierto que esa búsqueda enfermiza de la vida y la convivencia, organizándola exclusivamente desde una bicicleta y diseñando las ciudades sin coches y con prohibiciones por doquier, nos lleva a pensar a que estaríamos renunciando a muchas consecuciones deseables, que el progreso trajo consigo para hacernos la vida más confortable, y es mucho renunciar por mucho que la bicicleta nos aporte. Como se describe en el despecho: un día es un león y al siguiente un mono, de vez en cuando un cordero y gran parte del tiempo un imbécil que no se sabe por dónde va a caminar.
El título de una película de Jaime Chávarri basada en una obra de teatro de Fernando Fernán-Gómez lo expresa muy bien, 'Las bicicletas son para el verano'. Lo ideal es que coches y bicicletas se abracen, sobre todo en el verano y convivan con prohibiciones las justas como sucede en Santander... pero no lo digamos muy alto desde nuestra calidad de vida, que nos invaden por todos los flancos y comenzarán los «no haga usted» y tendremos que disfrazarnos para que no nos reconozcan como sugería Ernesto Sábato: «Quiero convertir mi verdad en un baile de disfraces para que no me reconozca nadie» y así poder decir bien alto y claro, desde mi interior, «estoy hasta el gorro de tantas prohibiciones sin sentido» que inducen sobre todo a los tontos o incompetentes o ambas cosas, que haberlos haylos.
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