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Reconozcamos que me quedé muy solo siempre en mis protestas de observador periodístico contra los contumaces superávits de los ayuntamientos (la última diana de mis inofensivos dardos fue el de Santillana del Mar, que quizá estuvo mejor gobernada en la Edad Media, cuando el ... superávit se empleaba en arte románico que luego ha dado de comer a toda la villa y a media Cantabria). Estos temas son un poco áridos y apetecen tanto como quemarse con la vitrocerámica. Pero tienen repercusión social, no se pueden omitir.
Para garantizar la salud financiera de los ayuntamientos durante la Gran Recesión, el Gobierno de España elevó su capacidad recaudatoria (por vía catastral, principalmente) y al mismo tiempo los obligó a destinar a amortizar deuda los eventuales sobrantes. Este mecanismo tenía sentido cuando las administraciones locales amenazaban ruina. Sin embargo, pasada la angostura, los ayuntamientos siguieron con el chaleco salvavidas puesto fuera del agua. Lo que se ha venido produciendo desde entonces ha sido un exceso de recaudación, en comparación con la capacidad para gestionar proyectos. Esto quiere decir, como tantas veces he explicado sin éxito práctico, que la administración retiraba del bolsillo del vecino un dinero que ella misma luego no era capaz de gastar.
Ese capital, pues, se retiraba de la circulación, en perjuicio no sólo del nivel de consumo del ciudadano, a quien se privaba de disfrutar de parte de su salario anual, sino también de la economía toda, especialmente el comercio minorista, la hostelería, el transporte... sectores donde ese dinero adicional se habría sin duda gastado con mejor provecho y hubiera generado más empleo, más inversión e incluso más ingresos del propio sector público por impuestos como IVA o IRPF. La sucesión de superávits ha sido un despropósito macroeconómico y ha restado puestos de trabajo a la gente y/o mejores salarios a los trabajadores.
Estas cantidades municipales atesoradas han alcanzado en Cantabria una cifra próxima a los 500 millones de euros. Liberar esa magnitud para proyectos inmediatos de recuperación económica y/o sostenimiento social (la linde entre ambos conceptos es a veces tan estrecha, que ni se percibe) supondría una interesante inyección en una economía que caerá a final de año alrededor de un 15%, desplome propio de diluvios de asteroides. En toda España, los ahorros municipales suman unos 15.000 millones.
Si esto es así, cifra que someto gustoso a la confirmación o refutación de otros más doctos, resulta que el ahorro municipal cántabro viene a ser algo más del 3% de todo el ahorro «ayuntamenticio» español. Como esto es muy superior al peso de nuestra población y economía (sobre un 1,2%) dentro de la nación, es claro que Cantabria sería una de las zonas más perjudicadas por una posible incautación de esos fondos por el Gobierno de España. De ahí que la federación de los municipios cántabros, donde los alcaldes populares y regionalistas son mayoritarios, haya expresado su queja. El dinero que cobraron de más a sus vecinos (a usted, por ejemplo) y que se iba acumulando en la hucha cerdito bajo los relojes de las casas consistoriales será arrebatado por Moncloa para maquillar su propio déficit ante Bruselas (déficit que ha engordado a base de dos años de decretos-leyes de trascendencia económica enorme que no han pasado por el proceso legislativo normal).
'Incautación' puede parecer palabra fuerte. Técnicamente, aquellos ahorros se desbloquean, se convierten en un préstamo forzoso al Gobierno de la nación, y este irá devolviendo las cantidades a largo plazo. Ahora bien, esto es muy poco interesante, siento insistir, para los cántabros. En efecto, el dinero de nuestros municipios se invertiría en nosotros, sus vecinos. Pero si esos euros vuelan al poder central, no sabemos qué destino tendrán. Se nos podría asegurar que volverían como 500 millones de inversiones extra del Gobierno nacional en Cantabria durante 2021 y 2022. Pero no es este el planteamiento, sino centralizar en Moncloa la toma de decisiones sobre el tesoro de los municipios y, paralelamente, sobre los proyectos susceptibles de recibir financiación de los fondos extraordinarios de la Unión Europea. Una tercera pata es el margen adicional de déficit que se conceda a Cantabria para hacer frente a la situación. De esto sabemos lo que Santo Tomás de Aquino de los aztecas: nada. Sí hemos visto al lehendakari Urkullu presumir de una autorización de 2.000 millones de euros de gasto adicional. Otra vez la 'y' vasca, que es suma, y la 'x' cántabra, que es incógnita.
En compendio: si los 1.600 millones que a ojo de buen cubero nos corresponderían con cargo a los programas de Bruselas están en duda porque el Gobierno central decidirá según su capricho; si los casi 500 millones de ahorros municipales cántabros se evaporan; y si no hay claridad sobre el margen de déficit añadido en que Cantabria puede incurrir excepcionalmente (¿un par de puntos de PIB, 300 millones, o más, o menos?), resulta que tres palancas públicas esenciales para una remontada quedan inmersas en una cerrada oscuridad, de muy mal agüero. Pues tampoco contamos (cuarta palanca) con anunciados planes de inversión del Gobierno español, cuyo último documento, el fallido proyecto de ley de 2019 rechazado por el Congreso, fue decepcionante y ahora tendrá incluso más excusas para serlo (entonces había bolsa sin corazón, ahora corazón sin bolsa; el gobierno pasará de Creso insensible a Carpanta amoroso).
En estos momentos, lo más probable es que la inversión en presupuesto nacional de 2021 sea menor, y la regional también; que los ayuntamientos se queden sin nuestro dinero; y que el reparto discrecional de los fondos de Europa no nos cuente entre las regiones especialmente beneficiadas. Quedaría solo una heroica apelación a la inversión privada, esa que martirizamos con nuestra burocracia multinivel hasta extremos que rozan las Convenciones de Ginebra sobre el trato al enemigo. Si no cambia esta tendencia, se puede arriesgar ya el pronóstico: habrá que echar todavía más azúcar al café, aunque no debe de ser nada bueno para la salud.
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Ana del Castillo
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