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El reciente estreno del documental de Iñaki Arteta ha puesto de manifiesto, una vez más, la conformidad, cuando no connivencia, de una parte ... del pueblo vasco con el terrorismo etarra. Con tal motivo vino a mi memoria una reciente entrevista hecha a Ana Iribar, viuda de Gregorio Ordóñez, concejal del Partido Popular en el Ayuntamiento de San Sebastián, asesinado por ETA el 23 de enero de 1995, cuando tan solo tenía 36 años. En esa entrevista decía su viuda que decidió irse a vivir a Madrid porque los meses siguientes al asesinato de su marido se sentía una mujer fantasma en su ciudad y explicaba: «Bajaba con el niño al parque, y no se me acercaba nadie, yo entraba en las tiendas y se hacía el silencio». Ante esta actitud de sus conciudadanos decidió que «no quiero que mi hijo crezca aquí porque va a ser un niño marcado toda su vida. Quiero que crezca en libertad». El momento más difícil con su hijo, de tan solo un año y dos meses cuando asesinaron a su padre, dice que fue cuando después de varios años en los que le iba engatusando con una fábula de hombres malos que se habían llevado a Gregorio, que ahora está en el cielo y cuida de nosotros, una mañana, desayunando, la preguntó, ¿pero cómo mataron a mi padre? Javier no tenía aún cinco años, pero se dijo, tengo que contarle la verdad. «A tu padre lo mataron. ¿Dónde estaba? Comiendo con unos amigos, entró un terrorista y le disparó por la espalda». Cualquiera que tenga hijos es seguro que es incapaz de pensar cómo sería su reacción si un trágico día, que Dios quiera nunca se vea obligado a vivir, tuviera que pasar por momento tan difícil.
¿Dónde estaban entonces los vecinos de la familia Ordóñez? Según parece no estaban muy dispuestos a acompañar a la viuda y al hijo huérfano. Según parece no estaban muy dispuestos a denunciar a los asesinos de su convecino. Según parece, no estaban muy dispuestos a mostrar su solidaridad con quien estaba sufriendo la irracionalidad de unos terroristas y de sus colaboradores.
¿Dónde estaban entonces los curas de su parroquia? Quizás estaban consolando a la madre de los asesinos diciéndoles que lo que hacían era por su querida Heuskal Herria. Quizás estaban explicando -como aún sigue haciéndolo ahora el hasta ayer párroco de Lemona- que aunque lo que aquellos jóvenes habían hecho no estaba bien, eran buenos vascos que merecían la ayuda de todos ante la difícil vida que tenían que llevar lejos de su pueblo y de su familia. Quizás estaban organizando una colecta para ayudar a las familias que tenían en la cárcel a algún familiar terrorista para que fueran a visitarlos.
¿Dónde estaba entonces el PNV? Quizás estaba organizando alguna manifestación para pedir el acercamiento de los presos «políticos» según definen a los terroristas de ETA. Quizás estaban recogiendo las nueces de los árboles que movían los asesinos etarras. Quizás estaban negociando con los representantes de los etarras el futuro de lo que ambos quieren, que no es otra cosa que la destrucción de España.
¿Dónde estaban entonces todos esos vascos que no elevaron su voz ante quienes viviendo alrededor de las víctimas hicieron a éstas un insufrible vacío, cuando no un total y público desprecio, que obligó a muchas de ellas a tener que marcharse de la tierra en que nacieron? Quizás estaban en las herriko tabernas para mostrar su apoyo a quienes, decían, luchaban por su querida tierra. Quizás estaban espiando a algunos vecinos que pensaban no eran buenos vascos para denunciarlos ante los que sabían pasarían sus informes a los asesinos etarras, ganando así su confianza. Quizás estaban animando a algunos jóvenes a que dieran el paso, que su cobardía no les permitía a ellos, para que se integrasen de forma activa en ETA.
¿Es ese el pueblo vasco? Queremos creer que no, y que la gran mayoría de los vascos son gente honesta, trabajadora y digna de confianza. Entonces, si eso fuere así, hoy, que ETA ha dejado de matar -sin por ello renunciar a sus objetivos- es momento de recordarles, que ya que antes, quizás por miedo, no fueron capaces de hacerlo, el deber moral que tienen ahora de repudiar la violencia, denunciar a los asesinos, oponerse a quienes les ayudan y aplauden, y pedir perdón a quienes cuando más lo necesitaban solo encontraron de su parte abandono y silencio. Y a los curas vascos lógico sería que les pidiesen sus superiores que eleven su voz en todos los púlpitos de la católica Euskadi para recordar a sus fieles que el pecado -y el asesinato, la denuncia de inocentes, el señalamiento de posibles víctimas y la falta de caridad con los injustamente perseguidos es un grave pecado- solo tiene perdón cuando su confesión va acompañada del arrepentimiento, el firme propósito de la enmienda y, por supuesto, la reparación, en lo posible, del mal producido.
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