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Hubo una época, coincidiendo con la presidencia de Nixon (1969-74) y Kissinger ministro de Exteriores, en que las relaciones de China y Rusia se enfriaron considerablemente. La rivalidad entre ambas duró hasta la disgregación del imperio soviético (1992) y aún se prolongó 20 años ... más. Durante ese periodo Rusia y China procuraron lidiar con Estados Unidos por separado. Pero la cosa ha cambiado a partir del momento en que Trump declaró la guerra comercial a China, aquello de que «el enemigo de mi enemigo es mi amigo» ha vuelto a juntar las voluntades de Moscú y Beijing. En palabras del propio Xi: «ciertas fuerzas internacionales [léase, EE UU] están interfiriendo arbitrariamente en los asuntos de China y Rusia, amparados en la defensa de la democracia y los Derechos Humanos».
La novedad es que, mientras tanto, la relación entre ambos países ha sufrido un giro de 180 grados. Ahora es China la que lleva la voz cantante y Rusia la que se ampara a su sombra para defender sus intereses regionales. De nuevo, China ha dado un paso al frente al declarar que la postura de Estados Unidos en el conflicto de Ucrania: «pone de manifiesto su interés en rechazar las legítimas reclamaciones de Rusia y expandir la OTAN a su costa».
No obstante, también se ha puesto de manifiesto la diferencia de objetivos entre ambas potencias. Mientras Rusia aspira a participar en el concierto de las naciones como una de sus grandes potencias, China aspira a ser la nueva potencia hegemónica. Rusia, que sí tiene la potencia militar para hablar de tú a tú con EE UU y China y piensa seguir manteniéndola en este terreno, no se aproxima ni de lejos a la potencia económica de ambas. En 2019 su PIB equivalía al español y, tras el azote de la pandemia más la bonanza de la actual crisis energética, ha igualado al de Italia. Ni hablemos de comparar el número de habitantes, Rusia no llega a 150 millones mientras China tiene 10 veces más y Estados Unidos más del doble.
Las aspiraciones mucho más ambiciosas de China -una transformación radical del orden mundial- son también más factibles. Dado que la región del indopacífico es ahora el corazón de la economía mundial, si China logra convertirse en potencia hegemónica de la región, sería cuestión de tiempo que lo fuera también del resto del mundo. La historia de cómo llegó a serlo Estados Unidos en el siglo XX es su fuente de inspiración. China es ya, en términos de poder adquisitivo, la economía más grande del planeta; es, literalmente, su mayor fabricante y exportador. Y su población casi quintuplica la de EE UU. Las aspiraciones de China suenan realistas.
La citada diferencia entre China y Rusia, que tanto debe indigestar a un Putin que sigue soñando despierto con la grandeza que no hace tanto tiempo tuvo la URSS, explicaría la arriesgada apuesta de éste en Ucrania, su prisa por aprovechar una ventana de oportunidad que se le puede cerrar en cualquier momento. Ello contrasta con la paciencia oriental de que hace gala Xi. Xi tiene por delante todo el tiempo del mundo y el paso del tiempo parece estar jugando a su favor.
No olvidemos que Biden también pone de manifiesto sus prisas, pues se debilitan por momentos sus posiciones en el frente doméstico y se halla en franca retirada en el frente internacional. Xi no tiene que preocuparse sobre las elecciones al Congreso este año y las presidenciales dentro de dos; tampoco siente la presión de sus propios congresistas ni la guerra a muerte de la oposición. Xi tiene la libertad de actuar cuando lo considere conveniente y como le parezca, mientras la Historia juegue a su favor; un lujo que no está al alcance de los gobiernos democráticos. Mientras que Estados Unidos se ha vuelto claramente proteccionista, China está utilizando su poder económico en el mundo para expandir su influencia. No solo en los países subdesarrollados, tanto en Asia como en África y Latinoamérica, sino en Europa, Japón, Corea, Australia...
Lo único que no juega a favor de Xi en la Historia, es el hecho de que los nuevos sistemas de gobierno mundial siempre han terminado por requerir una terapia de choque. Terapia que con harta frecuencia ha terminado en grandes guerras: César, Carlos V, Napoleón, Hitler... La gran pregunta es si el empeño de XI y Putin en establecer un nuevo orden mundial va a provocar dicho cataclismo. El clavo ardiendo al que podemos agarrarnos es que un conflicto directo con Estados Unidos tendría consecuencias tan catastróficas -estamos en la era nuclear y con hipermisiles- que no va a ocurrir. Pero el riesgo de calcular mal los pasos a dar siempre está ahí. De momento, Ucrania se parece cada vez más a Corea y Vietnam, años 50 y 60 del siglo pasado.
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