El asesinato del reportero navarro David Beriain y del cámara vasco Roberto Fraile por militantes de Al Qaeda activos en el este de Burkina Faso ha hecho que los medios de comunicación españoles se hayan vuelto a fijar en esa estructura yihadista global. A lo ... largo de los últimos años, hablar de yihadismo ha sido hablar de la organización Estado Islámico y del brutal dominio que impuso sobre amplios territorios de Siria e Irak. Una vez extinguido su pretendido califato y abatido su supuesto califa, la prensa pasó a centrarse en la pandemia y en la polarización que afectan a nuestra sociedad, incidiendo sobre la percepción pública de los problemas internacionales. Al tiempo, desde los atentados en Barcelona y Cambrils, las más bien escuetas noticias sobre incidentes yihadistas se han referido a un número menguante de detenciones en España y a la actuación de actores solitarios en otras naciones europeas.
Sin embargo, cuando se cumple un decenio de la muerte de Osama bin Laden, Al Qaeda está de vuelta. Tras perder a su carismático líder, estar inicialmente al margen de las revueltas antigubernamentales que tuvieron lugar en distintos países del mundo árabe y quedar oscurecida con el auge de Estado Islámico, muchos comentaristas difundieron la idea de que Al Qaeda había comenzado una decadencia irreversible. Nada más lejos de la realidad. En lo fundamental, las directrices marcadas Bin Laden antes de perder la vida han sido seguidas por su sucesor, Ayman al Zawahiri. Este dejó pronto claro que la misión de Al Qaeda consistía en ofrecer orientación a poblaciones musulmanas descontentas con sus gobernantes y aprovechar las circunstancias para implantarse en zonas que quedasen desprovistas de autoridad estatal efectiva y diseminar su influencia a través de alianzas con milicias islamistas o tribus locales.
Esas directrices fueron dictadas por Bin Laden en 2010. Instaban a que sus subordinados en el mando central de Al Qaeda iniciasen una nueva etapa en la trayectoria de la matriz fundacional del yihadismo global durante la cual, sin renunciar al objetivo último y a largo plazo de establecer un imperio político islámico regido por una interpretación fundamentalista del Corán y de los tenidos por dichos o hechos de Mahoma, se modificara la estrategia para alcanzarlo. La prioridad ya no sería la de llevar a cabo grandes atentados terroristas en naciones occidentales para incidir sobre las actitudes de sus ciudadanos y disuadir a sus gobernantes de intervenir en países del mundo islámico. La prioridad pasaba a ser la de reorganizar el conjunto de la estructura yihadista global, continuar desarrollando el plan de descentralización controlada iniciado tras el 11-S y recuperar apoyos en el seno de las poblaciones musulmanas.
Mientras Bin Laden reconducía el curso de Al Qaeda antes de ser abatido por fuerzas especiales de la armada estadounidense en el recinto paquistaní donde se escondía desde fines de 2005, hubo dos hechos reveladores de esa transición estratégica. Por una parte, su última orden de conmocionar a las sociedades occidentales mediante grandes actos de terrorismo fracasó al desbaratar los servicios de seguridad de Estados Unidos, Alemania, Francia y Reino Unido una serie de atentados ideados para ser ejecutados simultáneamente en varias ciudades de los tres últimos países. Por otra, estaba considerando al tiempo incorporar a la organización Al Shabab, con base en Somalia, como nueva rama territorial de esta estructura yihadista global para el Este de África, lo que se anunció tras su muerte, sumando así una cuarta rama territorial a las tres entonces existentes en la Península Arábiga, Mesopotamia y el Magreb.
En la actualidad, transcurridos diez años desde la muerte de Bin Laden, a esas cuatro ramas territoriales de Al Qaeda se han sumado otras en Siria, el subcontinente indio y África Occidental. En 2013 dejó de contar con una rama iraquí, repudiada por desobediencia y transformada después en la organización Estado Islámico, hoy notablemente desmembrada si bien su núcleo es muy resistente, con la cual rivaliza por la hegemonía del yihadismo global en su conjunto. Aun así, Al Qaeda en tanto que estructura global descentralizada está más extendida que nunca y cuenta con alrededor de 35.000 combatientes. Ello compensa el relativo aminoramiento de su mando central, cuyos integrantes siguen desenvolviéndose en el noroeste de Pakistán, amparados por talibanes de la demarcación, así como en Irán, acogidos en el marco de las extrañas y variables relaciones de cooperación táctica entre Al Qaeda y la teocracia chií.
Que la estructura global moldeada por Bin Laden reajuste prioridades y sea de nuevo fuente de amenaza terrorista para las sociedades abiertas es cuestión de tiempo, no de probabilidad. Antes o después, los actuales dirigentes de Al Qaeda revertirán la decisión de no provocar a los países de Norteamérica y Europa occidental que han mantenido durante la pasada década para mejor fortalecerla y extenderla. Una vez entrelazada su amplia urdimbre de vínculos con poblaciones locales en distintas zonas de conflicto y asegurado que cualquier eventual represalia militar por un gran atentado terrorista esté abocada a un enfrentamiento de desgaste sin opción de victoria, Al Qaeda y sus ramas territoriales van a poner de nuevo a prueba a los servicios antiterroristas del mundo occidental.
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