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Era la pregunta estrella, la que soltábamos de pequeños desde la parte trasera del coche cuando no llevábamos ni diez kilómetros recorridos y la impaciencia ya hacía mella en nosotros, la que repetíamos muchas veces hasta terminar con la calma de nuestros progenitores. Como buenos ... críos, éramos unos inconscientes, no teníamos nociones del tiempo y necesitábamos llegar a los sitios cuanto antes, porque todavía desconocíamos que lo que realmente importaba era el viaje, siempre el viaje, y que el destino no dejaba de ser el lugar al que acudíamos para proseguir ruta en esto que llamamos vida.
Ahora, sentados en la parte delantera, somos nosotros los que, mientras conducimos, lidiamos con la continua preguntita que nos espetan nuestros hijos, una y otra vez, una y otra vez, sin poder hacerles comprender que, cuanto más focalizan sobre el tiempo que les queda en el vehículo, más angustia generan y más prisa tienen por llegar, algo lógico, teniendo en cuenta que, para ellos, la vida se mide en cuestión de inmediatez. Nada más. Nada menos. Eran, y así lo justificábamos, cosas de la niñez.
Que los supermercados lleven más de tres semanas con villancicos y que, en su oferta culinaria, estén ya vendiendo polvorones, mazapanes y hasta roscón de reyes (¡en noviembre!) sigue la misma tendencia infantil que entonces.
Que el alcalde de Vigo haya secundado esta actitud desde el 20 de noviembre, o incluso el de Estepa, en Sevilla, desde el 4, encendiendo el alumbrado navideño en sus respectivas ciudades, a pesar de que todavía quede más de un mes para la fiesta, solo es otra muestra de este mundo pueril en el que estamos cada vez más inmersos.
Es como si fuéramos incapaces de disfrutar de lo que toca en cada momento, como si necesitáramos siempre una zanahoria que nos condujera hacia alguno de los múltiples espacios felices a los que nos dicen, cada año, que hay que llegar: rebajas de enero, día de los enamorados, semana santa, puente de mayo, verano, halloween, black friday, navidades..., todas ellas en hilera para que vayamos enganchando una tras otra, una tras otra, una tras otra, repitiendo continuamente ese mantra infantil con el que martilleábamos a nuestros padres.
Y claro, más pendientes de todo aquello que está por venir, no somos conscientes de lo que tenemos, y entre medias se nos olvida que anda el café de la mañana, el olor del pan recién hecho, la ducha reconfortante..., es decir, la maravillosa cotidianidad de la vida, que es lo que realmente hace que todo esto merezca la pena.
¿Queda mucho? Nos queda todo (por hacer).
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