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Hay guerras más trascendentes que la de los aranceles. En la batalla de las tasas a las exportaciones a EE UU en la que nos ... ha metido Trump no nos jugamos el futuro. Es grave, por supuesto, altera bruscamente el comercio internacional basado en reglas y seguramente elevará precios y nos empobrece a todos. Pero de este conflicto, con más o menos daños, se sale. Lo que verdaderamente fija nuestro lugar en el mundo y el grado de riqueza y bienestar social de nuestras sociedades es la guerra tecnológica. Cuál es nuestro grado de desarrollo tecnológico, en qué nos especializamos, cuál es el nivel de digitalización, de Inteligencia Artificial o de tecnología cuántica que incorporamos a nuestros procesos productivos, esos son los parámetros que determinarán la productividad y nuestro nivel de desarrollo económico en el futuro, en este siglo de innovaciones trepidantes.
En Europa hay talento, hay cientos de centros de investigación de alto nivel, hay recursos públicos importantes, tanto europeos como nacionales y regionales, y hay base tecnológica suficiente para estar en el triángulo de cabecera del mundo, junto a Estados Unidos y China. ¿Qué falla? La dimensión y la fractura nacional de todo ese espacio de I+D+i. Los objetivos, la especialización tecnológica y otros muchos factores de esa planificación están definidos por planes nacionales y muchas veces incluso regionales. No hay economía de escala, no hay coordinación suficiente y perdemos las carreras de la innovación y la investigación frente a gigantes tecnológicos, amparados en sistemas financieros más flexibles (EE UU) y más comprometidos con esos objetivos (China). Lo grave, además, es que los avances y las transformaciones tecnológicas se están produciendo a velocidades inimaginables hace solo unos pocos años.
Cuando Mario Draghi nos advirtió de que las principales empresas del mundo en computación cuántica son norteamericanas y chinas, o cuando nos alertó sobre el hecho de que sólo cinco de las cincuenta empresas tecnológicas más importantes del mundo son europeas, y cuando nos expuso otras preocupantes estadísticas de parecido tenor, lo que nos estaba diciendo es que no podemos ganar estas carreras siendo tan pequeños y estando tan desunidos y descoordinados. Esa era la esencia de su mensaje.
Pasa lo mismo con el tamaño de nuestras empresas. Todos los países europeos tenemos nuestros respectivos campeones nacionales en banca, 'telecos', energía, constructores ferroviarios, motores, obra pública, seguros, etcétera, pero no tenemos campeones europeos, capaces de competir con el resto del mundo. Solo hay un sector económico en el que tenemos un verdadero y único campeón europeo y por ello competidor mundial: la aeronáutica.
La dimensión de nuestras grandes empresas es minúscula en comparación con los grandes líderes empresariales chinos o estadounidenses y eso nos hace inferiores frente a ellos en capacidad de innovar y en financiación y nos elimina en grandes concursos públicos internacionales. Pero cuando hablamos de unificar bancos, constructores o 'telecos' surgen, como un resorte imparable, los intereses nacionales y seguimos cómodos en nuestras pequeñas ligas nacionales.
Traslademos ahora este debate a la defensa o a la seguridad, como le gusta llamarla a nuestro Gobierno. Toda la inmensa tarea que nos imponen las dramáticas circunstancias que vivimos en Europa pasará por armonizar nuestros sistemas militares y por reestructurar nuestra industria bélica para abastecer con autonomía estratégica y soberanía tecnológica a nuestro futuro ejército europeo. Costará dinero y años, muchos años, y costará hacerlo y hacerlo bien. Pero ¿seremos capaces de unificar nuestras factorías militares y nuestros armamentos y coordinar la investigación tecnológica que, indefectiblemente, habrá que lograr para ser mínimamente eficaces? De no hacerlo, no seremos tenidos en cuenta, ni siquiera para disuadir a nuestros enemigos.
La clave para todos nuestros retos es la integración. Más integración quiere decir más delegación de competencias de la nación a Europa, menos soberanía nacional, menos intereses nacionales y más decisiones europeas pensadas por y para veintisiete, al igual que lo hacen Estados Unidos o China. En el comercio decide Europa, porque es la Unión la que tiene la competencia, pero en la investigación, en la defensa, en la unión y fusión de grandes compañías (en la búsqueda por tanto de campeones europeos en todos los sectores económicos), en la energía, en el mercado de capitales, en la unión bancaria, en muchas cosas de las que dependemos y cuya competencia es nacional, solo una Europa integrada podrá ganar las batallas del futuro.
No es casualidad por eso que en Europa se diga con tanta frecuencia una frase que expresa bien la síntesis de este artículo: En Europa solo hay dos tipos de países: los que saben que son pequeños y los que no lo saben.
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