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Hay gestos que son difíciles de interpretar. Por ejemplo, los efusivos golpes en la espalda de muchachotes que se empeñan en medir el cariño que te profesan con la potencia de sus palmaditas. En realidad, son expresiones de amistad que, si estuviéramos jugando al fútbol, ... podrían ser castigadas con penalti y expulsión. Además, mientras aún intentas sostener el equilibrio ante el impacto, el tipo te remata con un abrazo que te espachurra los huesos gritándote al oído lo contento que está por haberte visto después de tanto tiempo. Tras recuperarte del encuentro, uno comienza a sospechar de la impertinencia cuando no reconoce al sujeto en cuestión y le pregunta: «¿Nos conocemos?». Y entonces, el muchachote, con aires de disimulada indignación, me responde con un cachete: «Pero cómo no me vas a conocer. Soy Daniel Viondi, el de los cachetes a Martínez-Almeida».
Los cachetes del concejal Viondi al alcalde de Madrid en plena sesión plenaria no son métodos progresistas de hacer oposición. Constituyen una expresión indefinida entre el cariño campechano y chulesco del madrileño de las verbenas y el agresor macarra y frustrado que duda entre advertir o atizar un puñetazo en la mandíbula. Es cierto que Viondi tiene antecedentes amenazando con «arrancar la cabeza» a un diputado de Podemos, pero ya se sabe que, aunque ahora no se pueden dejar atados mientras hacemos recados, los perros ladradores son poco mordedores, aunque alguno, como Viondi, se quede con las ganas de hincar el diente.
Además, Viondi tenía sus razones para cachetear el papo del alcalde. ¿A quién se le ocurre negarse a poner el nombre de la futbolista Jenni Hermoso al antiguo canódromo de Carabanchel? ¿Y cómo iba a soportar que, después de intentar convencerle sin éxito, se negara a recoger un escrito que resumía su petición? Hasta tres cachetes se llevó el alcalde en el saludo majete del muchachote, cachetes sin consentimiento, claro. Menos mal que no fueron besos de celebración.
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