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Nunca me había preocupado de las risas que acompañan a algunos programas televisivos. Hasta llegué a considerarlas normales. Imaginaba a un público que se divertía. Hasta que hace años asistí a un programa en directo y descubrí que aquellas risas en realidad eran falsas, provocadas ... por un animador que se encargaba de indicarnos cuándo había que aplaudir, vitorear, lamentar o reír.
Hace menos tiempo, presencié un espectáculo de un famoso mago en un teatro madrileño. En los pasillos había varias personas (demasiadas) que hacían de acomodadores. Durante la función me di cuenta de que los aplausos y gritos de sorpresa originados por los trucos de magia salían de esos acomodadores y de personas que estratégicamente habían ocupado un buen número de localidades, pero no para disfrutar de la función, sino para crear ambiente de euforia entre los asistentes. Todos eran alabarderos.
Igual que en esos espectáculos y programas de televisión, los alabarderos son parte esencial de la actividad política.
Abundan en los mítines, donde se imparten talleres para perfeccionar el adoctrinamiento, y en donde se ejercita el efecto contagio que también es oficio. Sus profesionales actúan en cada sesión parlamentaria. Son los diputados y senadores que, al unísono, y tras severo entrenamiento, saben muy bien cuándo tienen que abuchear o aplaudir efusivamente a los oradores según el partido al que representen, sin importar demasiado lo que digan.
Los miembros más distinguidos de esa claque son los portavoces. En vez de aplausos o abucheos, reciben instrucciones para sincronizar elogios o críticas con el objetivo de convencernos de la veracidad de sus mensajes.
El pasado sábado hubo en Madrid un congreso de alabarderos (agrupémonos todos en la claque final), convocados para aplaudir, animar y adorar al caudillo de las vanidades, y para intentar arrastrarnos a la artificial corriente de opinión de las risas televisivas y los engaños de teatro de un presidente que sigue tomándonos el pelo.
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