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Los partidos políticos llevan en su esencia las sombras de la naturaleza humana, que así de oscura es cuando los juegos de poder se cruzan ... con las ambiciones personales de cada aspirante a líder. No hay normas caballerescas cuando se trata de tomar posiciones. A todos se les llena la boca de palabras democráticas para diseñar falsas promesas, y a todos se les llena la boca de descalificaciones al adversario por muy compañero que uno sea. Lo hemos comprobado estos días en el debate de los dos aspirantes a manejar las riendas del PSC-PSOE, rompiendo la regla no escrita de no insultarse entre militantes a pesar de que ante la opinión pública parecían hermanos bien avenidos.
El PSOE (1879) es el partido más antiguo en España con representación parlamentaria. Aunque se sigan vendiendo falsas bondades de su defensa de la democracia y de la libertad, este PSOE de Sánchez y ahora de Casares (adiós, Zulo, adiós) no podrá borrar su comportamiento durante la II República y la guerra civil, donde junto a los comunistas quisieron imponer la entonces moda soviética de la dictadura del proletariado.
La deriva de este partido, que abandonó el marxismo en 1979 de la mano de Felipe González para adaptarse a la nueva realidad política en España, de nuevo se ha alineado con socios de la etapa más triste de la historia de nuestro país, independentistas vascos y catalanes incluidos, y es la principal causa de la polarización de la sociedad que, además de deteriorar las instituciones y la convivencia, está creando odios y desequilibrios difíciles de recomponer en el futuro.
Hace unos días el PSOE permitió la presencia de un terrorista yihadista en el Congreso de los Diputados para difundir los bulos de Puigdemont, algo que corrompe las entrañas de un partido que ha regresado a tiempos que por salud democrática es mejor olvidar para todos.
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Ana del Castillo
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