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Allí estaba, en mitad de la calzada. Desde su pedestal circular dirigía a los conductores escenificando una arenga de señas con pitidos. Parece que le estoy viendo en el cruce de la calle Isabel II con Calvo Sotelo, con su uniforme de color oscuro y ... su correaje blanco, como sus guantes y su casco estilo salakov. En las Navidades caían a sus pies licores, turrones, mazapanes y algún jamón, todo como reconocimiento a su labor por organizar el tráfico, aunque supongo que también para despertar la benevolencia de las multas.
La función de aquellos guardias municipales fue desapareciendo, pero hubo uno que se resistió en el cruce de Cuatro Caminos de Torrelavega. Se llamaba Gelín Quintanal, y sus movimientos no eran los rígidos que aprendimos a interpretar en la autoescuela. Gelín se movía como un bailarín, no en vano le llamaban 'Nureyev'. Sus gestos no eran imperativos, eran invitaciones armoniosas para circular o parar. Y la gente disfrutaba viéndole.
En 1929, el escritor Víctor de la Serna dedicó un artículo en 'El Cantábrico' a un jugador del Racing alabando su actuación: «Echarle gracia a las cosas. Echarle gracia a la vida, al oficio, al lenguaje, a los movimientos; acertar con el ritmo de una actividad. He ahí el gran secreto que sólo descubren los elegidos», y añadía: «Uno puede hacer una cosa lamentable y triste, en que la humana arquitectura se 'degringole' en un gesto feo y desapacible; en un gesto bárbaro o en una silueta rota. El otro hombre puede hacer una bella cosa; puede, sencillamente, echarle gracia al oficio, dotarle de esa cosa tan maravillosa que también se conoce con una palabra griega: estilo».
Entre rotondas y semáforos, los cruces de caminos han perdido ese estilo. Sólo nos queda el recuerdo de Gelín, que sigue evocando a todos aquellos guardias desde su estatua en su cruce de Torrelavega con aquella gracia que hoy tanto se echa de menos.
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