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El olimpismo nos refresca el verano. Los Juegos de París navegan para unir a los pueblos y para honrar en la ciudad de la luz a su restaurador, Pierre de Coubertin, que salpicó la esencia del deporte con los ideales inspirados en la antigua Grecia. ... Los pueblos griegos tenían su estilo. Siempre andaban a la gresca, pero cuando se celebraban los juegos de Olimpia se respetaba la tregua sagrada que paralizaba las guerras. Por eso en los Juegos de Amberes (1920) se excluyó a Alemania, Austria, Hungría, Bulgaria y Turquía por la Primera Guerra Mundial, algo que se repitió con Alemania y Japón en los Juegos de Londres de 1948 por los desastres de la Segunda gran guerra.
Sudáfrica también recibió su merecido ante la segregación racial a la que se sometió a su población negra y se la vetó desde 1964 a 1992, igual que a Rodesia (Zimbabwe) en 1972. Otros países vetados por los Juegos Olímpicos han sido Afganistán en Melbourne (2000), debido a la intransigencia de los talibanes con los derechos de la mujer (este año el Comité Olímpico Internacional ha preferido mirar para otro lado), y otros por cuestiones menos trascendentes, como Kuwait o Corea del Norte.
En esta edición han sido castigados con quedarse en casa Rusia y Bielorrusia, ya saben, por culpa de la invasión en Ucrania y el apoyo prestado, pero se ha permitido la participación de Israel, que va a maquillar ante el mundo sus «crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad de exterminio», y no lo digo yo, lo dice un informe de la ONU. Me uno a los abucheos lanzados desde la orilla del Sena y desde los recintos deportivos donde compiten los representantes de Israel. No tendrán la culpa los atletas, pero será paradójico que alguien cuelgue en sus cuellos una medalla mientras las bombas siguen masacrando palestinos en Gaza, porque ¿de qué modalidad será entonces la medalla?
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