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Será la inteligencia que se atribuye a nuestra especie, esa que nos permite planificar el futuro para adaptarlo a nuestros deseos o necesidades, la que nos convierte en obsesos de lo que va a ocurrir. Leo la información meteorológica donde me dice si mañana tengo ... que llevar paraguas, me entretengo con las tertulias donde se pronostican hechos en campos tan inciertos como la bolsa o la economía, relleno las quinielas convencido de que mi lógica será capaz de descifrar el secreto de los catorce aciertos y el pleno al quince, juego al ajedrez comiéndome el coco para adivinar cuál será el próximo movimiento de mi oponente y, en el colmo de la vocación periodística, soñamos no ya en narrar lo que ocurre, si no en contar lo que ocurrirá mañana. Hasta algunos campos de la ciencia tienen como fin conocer el futuro, casi siempre con el ánimo de protegernos ante posibles riesgos.
No será extraña tanta obsesión por el futuro si tenemos en cuenta que nuestra civilización descansa en profecías de libros sagrados donde se exalta a los profetas, y que en la antigüedad grecorromana abundaban oráculos cuya función han heredado hoy pitonisos y pitonisas en consultas telefónicas televisivas, provistos de cartas astrales y barajas de tarot. ¿Y qué me dicen de los horóscopos?
En estas fechas donde todos hacemos cábalas detrás de las encuestas de las próximas elecciones, me he tropezado con una frase del ocurrente Winston Churchill que dice que el político debe ser capaz de predecir lo que va a pasar mañana, el mes próximo y el año que viene, y de explicar después por qué no ha ocurrido. Es el fracaso de tanta obsesión por el futuro. Con lo fácil que es resignarse a esperar, o hacer como Albert Einstein, que decía: «Nunca pienso en el futuro. Llega enseguida». Y todavía no nos hemos dado cuenta de que vivimos en él.
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