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Ahí está el hombre, sentado y bien sentado, pero acompañado de un libro, que eso sí que no le puede faltar al sabio para entretener su eternidad de mármol.
En agosto de este año se cumplirán cien años de la inauguración en Santander de la ... estatua de Marcelino Menéndez Pelayo, obra de Benlliure, en el jardín de su biblioteca. Pero en Madrid, cinco años antes, en 1918, ya se había instalado otra estatua del genio en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional, esculpida por Lorenzo Coullaut. En un principio, la estatua de la Biblioteca Nacional estaba previsto que se ubicara en la escalinata de acceso al edificio, en el exterior, junto a las de San Isidoro y Alfonso X, entre otras, pero aunque algunos entendieron que perdía rango al no estar junto a tales personajes del impulso del conocimiento en España, lo cierto es que la idea de colocarla en el interior, entre los dos tramos de arranque de la escalera monumental, fue un acierto al ganar en protagonismo y cercanía, ya que Don Marcelino había sido director de la biblioteca hasta su muerte, en 1912.
Décadas después, en 2006, la idea de la directora Rosa Regàs de retirar la estatua al exterior indignó a los sectores culturales y políticos, especialmente de Cantabria. Aunque se da por hecho que la estatua se quedó en su sitio por unos informes técnicos que dictaminaron la «fragilidad de la piedra con que fue construida», lo cierto es que fue el escritor y periodista Carlos Bribián, quien antes de hacer público dicho informe ya había convencido a la directora para rectificar el traslado durante una entrevista que ambos mantuvieron en su despacho, y de la que fui testigo. Aquel día comprendí que el orujo y las anchoas hacen milagros, y desde entonces veo a Don Marcelino, abrigado de libros, más contento y sabio desde su pedestal.
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