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Todos desprecian al tránsfuga. Y con razón. El diputado que traiciona a su partido y entrega su voto al adversario a cambio de dinero o de cargo público o privado, no tiene perdón. Es pécora, truhán, zorrastrón, camandulero, trilero, trapacista, rufián, rastrero, plepa y generalmente ... añade a su indeseable naturaleza la de piltrafa, pendejo y pelafustán. A pesar de tantos adjetivos que lo descalifican, no es sorprendente que la Justicia no pueda evitar su vil comportamiento, ya que las leyes proporcionan la titularidad del escaño a la persona, no al partido. Así que el único obstáculo que impide el transfuguismo es un firme compromiso del individuo con los principios ideológicos de su organización expresados en la campaña electoral, compromiso que cuando se rompe estalla en una justificada crítica a la inmoralidad.
¿Pero qué ocurre cuando el tránsfuga es el líder del propio partido e impone la disciplina de voto? ¿Qué actitud debería entonces adoptar un diputado que observa cómo los planteamientos de su formación cambian radicalmente para que su líder y sus colaboradores mantengan los sueldos de sus cargos públicos?
Dos diputados cántabros, Pedro Casares y Noelia Cobo, tendrán que reflexionar sobre la respuesta moral y política ante la próxima sesión de investidura del candidato Pedro Sánchez, un curioso caso de engaño y transfuguismo que tras prometer lo contrario en sus discursos electorales, es capaz de pactar con prófugos de la Justicia y traicionar la esencia de la Democracia con una amnistía viciada e incomprensible.
Con el apoyo de la legalidad que garantiza el escaño a la persona y con la defensa de la integridad moral, consecuente con el rechazo al transfuguismo, la defensa de los principios del partido y del proceso democrático que los españoles, con la participación del PSOE, conseguimos establecer en el periodo de la Transición, estos diputados deberían negarse a proclamar presidente del Gobierno a un tránsfuga y demostrar que ante todo son personas, no marionetas.
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