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José María Torralba, catedrático de Ética y Filosofía moderna en Navarra, acaba de publicar 'Una educación liberal. Elogio de los grandes libros'. Estamos en el ... peor de los tiempos para la educación humanista. Pero también en el mejor. Las humanidades están desapareciendo de la educación a marchas forzadas. Sencillamente por obra de la «ignorancia complaciente» de los responsables educativos. Se atrofian las tres capacidades básicas que toda educación trata de cultivar desde la infancia: leer (con profundidad), escribir (con rigor) y argumentar (de modo convincente).
A la vez, hay claros signos de esperanza. Y no se trata de una forma de ingenuidad. Por un lado, los jóvenes responden bien a la exigencia cuando se les ofrece una educación humanista. Mi experiencia con estudiantes de 17 o 18 años es que, cuando se crea el contexto adecuado para leerlos, los clásicos les fascinan. Son precisamente Sócrates, Cicerón o Camus, y no YouTube e Instagram, quienes les abren los ojos a otros modos de pensar. Toda auténtica educación tiene un efecto liberador para los estudiantes. Se educa desde la libertad y para aprender a usar la libertad. Cada vez más, se enseña qué hay que pensar, pero no a pensar por uno mismo. El hechizo de lo políticamente correcto con el que muchos llegan a la universidad se deshace rápidamente cuando leen, por ejemplo, 'La rebelión de las masas'. Lo primero que piensan es que se ha escrito hace un par de años, porque se sienten plenamente identificados. En Estados Unidos y en algunos otros países los planes de estudio incluyen seminarios de Grandes Libros. Éstos siguen el llamado «método socrático» que, en realidad, no tiene nada de especial o misterioso. Consiste en saber plantear las preguntas relevantes, dirigir la conversación en el aula para que sean los alumnos quienes piensen los problemas en primera persona y exigirles que sean rigurosos en sus argumentaciones. Por lo que ellos me cuentan, este tipo de educación les ayuda a madurar. En una ocasión, tras leer las Confesiones de San Agustín, los alumnos comentaban: «Este es como nosotros», es decir, reconocían que uno de los gigantes de la tradición occidental era un interlocutor válido para ellos. No una figura lejana y extraña, sino alguien cercano, de quien podían aprender.
En mi experiencia, añade este catedrático, lo que más cuesta a los estudiantes es romper con la visión superficial acerca de los problemas. Tienden a simplificar la complejidad de la vida: el mundo se divide en buenos y malos. Les cuesta tolerar la incertidumbre y admitir que los problemas realmente importantes (como los relacionados con la libertad, la justicia o el amor) no admiten soluciones rápidas. Viven del eslogan y unos pocos principios manidos que no resisten cinco minutos de diálogo en el aula. Lo decisivo en educación es ayudar a formular preguntas relevantes. Creo que esto vale tanto para las humanidades como, por ejemplo, para las matemáticas. La mejor aportación que podemos hacer a nuestros jóvenes para adentrarse en la vida es despertar en ellos el gusto por la lectura. Es decisivo, también en un contexto académico, que se lea por placer. Los clásicos son universales porque reflejan la grandeza y la miseria de lo humano, común a todos los tiempos. Diría que la lectura de los clásicos ofrece la vía más directa para encontrar una respuesta a la pregunta: ¿qué significa ser humano?
Estudiar filosofía o saber historia no nos hace mejores ciudadanos. Las humanidades no nos hacen mejores, pero sí crean el contexto propicio para crecer como personas y ciudadanos. El contacto con la tradición cultural, el diálogo con los grandes pensadores y literatos de todos los tiempos, el cultivo de las capacidades que se ponen en práctica al leer (atención, silencio o reflexión), son ingredientes necesarios para que la educación dé sus frutos. Pero no se trata de una técnica. La educación siempre tendrá algo de misterioso, donde lo decisivo no es la metodología, sino el profesor. Él sigue siendo la figura clave en la educación. Paradójicamente, las tendencias dominantes tienden a marginarlo. Si de verdad queremos que nuestra sociedad avance, necesitamos que los mejores se dediquen a la educación y eso pasa por prestigiar esta profesión.
Siempre me ha parecido, continúa afirmando José María Torralba, que la de profesor es una de las profesiones más nobles, a la altura del ministerio religioso, por la responsabilidad que uno tiene: durante unas horas cada día, los estudiantes nos confían sus almas y no podemos defraudarles. Decía George Steiner que ser profesor es una «vocación absoluta».
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