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A Benjamin Franklin se le atribuye una frase lapidaria pronunciada en 1789: «La muerte y los impuestos, son las dos únicas cosas completamente ciertas en la vida». Sin embargo, a día de hoy, esto de los impuestos puede ser una certeza absoluta para muchos, pero ... decididamente no para todos. En pleno debate sobre la reforma fiscal, el Registro de Economistas Asesores Fiscales (REAF) del Consejo General de Economistas de España ha elaborado un informe que recoge interesantes aportaciones para mejorar nuestro sistema tributario.
Es indudable que el sistema impositivo deberá conseguir la recaudación necesaria para poder sostener el gasto público y nuestro estado del bienestar. Sería necesario reflexionar, en primer lugar, sobre cómo queremos que sean esos servicios públicos. Por supuesto que el Estado, en sus tres niveles administrativos -local, autonómico y central- ha de maximizar la eficiencia del gasto, pero también se puede elegir entre un Estado de mayor o de menor tamaño. Y ese debería ser un debate previo.
Según datos de Eurostat referidos a 2019, la media de gasto público sobre el PIB en la Unión Europea (UE) fue del 46,6%. España se encuentra por debajo de esa media, con un 42,1%; muy por encima de países como Irlanda (24,5%) o Lituania (34,6%) pero muy lejos de Francia, que tiene el porcentaje más elevado (55,6%). Estos porcentajes, no obstante, habrían de contextualizarse en la calidad de los servicios públicos que reciben los ciudadanos de esos países.
Por su parte, la presión fiscal -entendida como el conjunto de los ingresos tributarios en términos de PIB- en 2020 fue del 36,6%, un poco superior a la media en los países de la OCDE (33,5%), pero inferior a la media en la UE que, en ese año, fue del 41,1%.
Resulta básico definir nuestro objetivo de recaudación, porque la mayor utilidad de los tributos es precisamente recaudar. No obstante, también deberíamos considerar otras variables: que los tributos interfieran lo menos posible en la actividad económica (principio de neutralidad), la redistribución de la renta o la riqueza, que incentiven algunas conductas o que reduzcan las externalidades negativas de determinadas actividades o comportamientos.
La crisis financiera y la provocada por el covid-19, han puesto de relieve la importancia de contar con recursos públicos para paliar sus efectos y, además, parece que en un futuro será ineludible tener recursos públicos para atender a inversiones climáticas y energéticas y a los problemas derivados del envejecimiento de la población. Pero todos los expertos coinciden en que la salida de la crisis, la inflación y la incertidumbre, hacen desaconsejable una subida de impuestos.
Naturalmente no partimos de cero. Hay que tener en cuenta el sistema tributario que tenemos y que en nuestro caso, tal y como está configurado, es el resultado de una evolución -fundamentalmente desde 1978- que se ha ido adaptando a las nuevas realidades económicas y sociales de nuestro país.
Tampoco podemos dejar de tener en cuenta que España está inserta en una economía globalizada, en la que los impuestos tienen un papel que puede ser relevante y, por ello, tenemos que estar atentos a lo que se hace en el resto del mundo; por no hablar de que nuestras normas, en muchos aspectos, tienen que estar de acuerdo con las directivas comunitarias y seguir las directrices de la OCDE o los tratados y convenios internacionales. El punto de partida es un sistema tributario que no difiere demasiado del que tienen nuestros socios en Europa, por lo que las reformas que acometamos no pueden ser radicales ni apartarse demasiado de los estándares de los países de nuestro entorno. Así y todo, es incuestionable que debemos mejorar nuestros tributos y los procedimientos de aplicación, reordenándolos y modernizándolos cada cierto tiempo. Como recomendaciones generales para la reforma, convendría seguir las realizadas por el Parlamento Europeo, recogidas en su Resolución del pasado 15 de febrero sobre el impacto de las reformas fiscales nacionales en la economía de la Unión.
Un aspecto importante son los problemas que presenta la aplicación de los tributos para las Administraciones tributarias y para los contribuyentes, resaltando el papel central que desempeñan los asesores fiscales para cerrar el círculo virtuoso del cumplimiento tributario eficiente. Si un asesor fiscal es economista, se regirá por el Estatuto Profesional de los Economistas y deberá respetar los principios deontológicos aprobados por los distintos colegios de economistas de España y además por el REAF.
Hay que resaltar la importancia que tiene la actividad de asesoría fiscal para reducir la litigiosidad, para mejorar el cumplimiento voluntario y para avanzar en los mecanismos de relación cooperativa acordes con las exigencias actuales. Sin embargo, a nadie se le escapa que puede ser ejercida en la actualidad por personas sin titulación y que no es necesario poseer una habilitación administrativa, ni estar inscrito en ningún registro, ni tampoco estar colegiado, para llevar a cabo tareas de asesoramiento tributario. Por lo que es fácil deducir que, personas sin conocimientos suficientes y, lo que es más grave, sin garantías de calidad para los ciudadanos, pueden estar ejerciendo de asesores fiscales, con el perjuicio que ello conlleva para el prestigio de la profesión y, sobre todo, para la seguridad jurídica de los contribuyentes; lo que deriva en perjuicio para la Administración tributaria.
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