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Escribo esta columna en pleno duelo (general y excesivo) por la muerte de la reina Isabel a los 96 años. Poca broma: esta buena mujer llevaba al frente de la monarquía más importante del mundo desde que gobernaba Churchill. Isabel II, sus bolsos y ... sus perros corgi formaban parte perenne del siempre tan cambiante paisaje mundial. La longevidad de esta familia es legendaria. Su marido, Felipe de Edimburgo, falleció hace tan sólo un año, alcanzando casi los cien. Además, muchos de ustedes, como yo mismo (que acabo de cumplir los cuarenta), hemos llegado a conocer también a su madre. Ha sido toda una apoteosis de la salud.
Un buen amigo me dijo hace tiempo que, sin el férreo protocolo, una casa real no sería más que una familia de pijos subvencionada por el Estado. Evidentemente, no todo son hipódromos y bodas con barra libre. La monarquía cumple una importante función preventiva, proporcionando a los contribuyentes, como decían del gel hidroalcohólico, una falsa sensación de seguridad. Uno puede relajarse, viviendo en la ficción del orden eternamente transmitido, que vincula al autónomo o al funcionario con las otrora majestuosas cortes, con la caballería y las aventuras corsarias.
Y, claro, con las instituciones. Podrá haber un colonialismo feroz y con buena prensa (con Isabel, se terminó el imperio), un 'Brexit' irracional o moquetas en el cuarto de baño, pero el Reino Unido, también en la catástrofe, defiende con ahínco una diferencia que se proyecta en su sistema político; un sistema, por otro lado, que, pese a la crisis energética y el desplome de la libra, no parece -aunque pueda serlo- un artefacto lejano y abandonado en manos de los profesionales de la representación. Estos días, una buena parte del sector cultural británico ha mostrado públicamente sus condolencias por el fallecimiento de la reina, proyectando una imagen de sano sentimiento colectivo. El espectador foráneo se ha desayunado prácticamente todos los días, desde hace treinta años, con algún escándalo en la monarquía británica.
Resulta imposible no dibujar una sonrisa al recordar aquellos años de autocomplacencia, cuando nuestros medios se felicitaban por una realeza española «ejemplar» frente al vodevil inglés. Aún no habían llegado aquí los Urdangarin, las Corinna y los elefantes de Botsuana, pero en las islas ya alucinaban con el tridente Diana, Carlos y Camilla. Por cierto, la de estos dos últimos ha sido una de las más bellas y pertinaces historias de amor. Frente a la elegancia y simpatía desbordantes de Lady Di, el flamante rey inglés, Carlos III, y su consorte ofrecen el brillo de la mediocridad que lucha por sobrevivir en un mundo entregado al valor de la apariencia. Un respeto.
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