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En el Paseo Marítimo de Santander, la Pasarela Cibeles de los animales de compañía, los perros forman una mayoría abrumadora, si bien allí, y en otras zonas de la ciudad, se ven gatos de cuando en cuando, como Neko, el de Nacho, o el ... que lleva un chico en la cesta de su bicicleta. En raras ocasiones asoma un cerdo, y hasta un guacamayo de gran envergadura apareció por sorpresa en las ramas bajas de un árbol de los Jardines de Pereda. Aunque abundan los galgos, y desfila esporádicamente el samoyedo, el husky, el pastor alemán, el labrador o el san bernardo, lo habitual es la presencia de perros pequeños: yorkshires, caniches, bichones, chihuahuas, beagles, schnauzers, terriers y muchos mestizos. Parecen mascotas felices, y seguramente lo son, bien cuidadas y alimentadas por sus dueños, pero no todas sus historias son o fueron idílicas.
Neko es un gato redundante porque ese nombre japonés es gato en español. El gato Gato. El dueño de Neko atacaba un variado repertorio de cantautores en el escenario sin telón de un trozo de acera frente a la tienda de fotografía de Zubieta, en la plaza de Pombo, mientras su compañero el gato, reclamo para quien quiera ver lo infrecuente, reposaba en un soporte sobre sus hombros, aceptaba el contacto de la gente y miraba con desdén, desde la altura, a quienes pasaban por su lado sin detenerse. Cerca de la catedral, un mendigo y su perro piden sin pedir, y más arriba, camino de la calle Burgos, Sabina imita a Sabina, haya perro o no, y se atreve, guitarra en mano, con Fito y los Fitipaldis. Si pasan por esos lugares, están los artistas y les parece, pueden dejar unas monedas.
El perro carece de pedigrí, y tal palabra le resultaría extraña si pudiera entenderla. La raza hay que adivinarla, ya que parece el producto de un cruce de difícil explicación. Pobre sin nombre, comió lo que pudo y cuando pudo en su merodeo por pocilgas y basureros. Vagó sin rumbo, sin nadie que lo acogiera, y fue perseguido y apaleado. Hasta que llegó Ernesto. Jubilado, viudo y sin hijos, Ernesto se fijó una tarde en los tristes ojos grises de esa cosa enana, callejera y desvalida, lo llevó a su casa y lo llamó Bienvenido. Desde entonces se hacen compañía uniendo sus soledades. Si Ernesto se sienta en un banco del paseo, Bienvenido se enrosca a su lado. Cualquier muestra de afecto es un regalo, y dirige una mirada de infinita gratitud ante una voz amable, un gesto amistoso, un juego, una caricia
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