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No sabremos si habrá finalizado, con la pandemia, una época de la historia, la de las masas. Así describía Ortega y Gasset su aspecto más ... conspicuo al inicio de su célebre ensayo de 1930, «La rebelión de las masas»: «Las ciudades están llenas de gente. Las casas, llenas de inquilinos. Los hoteles, llenos de huéspedes. Los trenes, llenos de viajeros. Los cafés, llenos de consumidores. Los paseos, llenos de transeúntes. Las salas de los médicos famosos, llenas de enfermos. Los espectáculos, como no sean muy extemporáneos, llenos de espectadores. Las playas, llenas de bañistas. Lo que antes no solía ser problema, empieza a serlo casi de continuo: encontrar sitio».
Ahora la aglomeración masiva se ha vuelto un tabú, una prohibición. Si la gente se amasa, quien se vuelve masivo es el coronavirus. Como la masa en rigor solo puede desaparecer por consunción masiva, simultánea como en Hiroshima y Nagasaki o en el tiempo en los países donde la mortalidad aventaja a la natalidad, sin ser compensada con inmigraciones, resulta que el problema ahora es masificar la masa de alguna manera. O remasificarla, que diríamos con mayor precisión.
Para ello se necesita que el individuo entre mentalmente en una masa semiótica, es decir, que reciba una conectividad suplente de la co-presencia de otras personas: todos los medios audiovisuales cumplen esta misión. Si los medios se han llamado «mass-media», medios de comunicación de masas, no es porque hubiera que amasarse para atenderlos, sino todo lo contrario, porque alcanzaban al sujeto en su esfera particular privada y lo vinculaba a una multitud no menos efectiva por distanciada. Ahora la distancia social traza alrededor de cada individuo una esfera imaginaria de intangibilidad, pero los mensajes sí pueden circular.
Cantabria va descartando con preocupación la masa presencial: en los centros educativos, en la hostelería, en el turismo, en las fiestas patronales o matronales, en los comercios que necesitan escala, en los recintos deportivos y artísticos. Empieza, en cambio, a darse la tele-masa, o masa a distancia: los masivamente afectados por regulaciones de empleo, o por mecanismos de ayuda social, o por el desarreglo de la asistencia social y sanitaria, y en general los que con la inercia del confinamiento pueden seguir más atentos a sus pantallas que a sus ventanas, aunque en cierto modo las pantallas son ventanas y las ventanas, pantallas.
Se da así lo que llamaríamos «la rendición de las masas»: renuncian a su aglomeración física, pero no a esa psicología de las masas que ya analizaron hace cien años Gustave Le Bon, Sigmund Freud o Elías Canetti; y por otro lado se someten a la masificación por pantalla, a su presencia virtual a través de las mediciones de audiencias, likes y todos esos signos que simplifican la reacción mental a fin de que pueda ser tratado estadísticamente.
La tele-multitud no es nueva, pero teléfonos móviles, otros dispositivos y el confinamiento físico la han reforzado. Hoy todo el mundo público o privado sueña con su masa virtual de usuarios o consumidores. Pues, por el momento, lo presencial solo es en grupos pequeños y con citas previas. Tengo yo curiosidad por saber si existe una especia de constante M según la cual a la reducción en el poder de la masa física o presencial corresponde un incremento proporcional del poder de la tele-masa, o si los poderes del canal a distancia (quién controla la tele o influye en los tuits) son muy superiores a los que autorizan aglomeraciones. Hoy podríamos decir que la utopía de la recuperación cántabra es la aglomeración. Sabremos que todo ha pasado cuando volvamos a responder a la descripción de Ortega: el lleno.
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Ana del Castillo
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