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El Reino depende de los republicanos. España, de quienes sufren de fobia a su virgulilla. Ahora cobraría sentido aquella anécdota quizá cierta en la que el rey Juan Carlos, ante una declaración republicana del comunista Julio Anguita, le respondió con desparpajo: «Bueno, ya veremos quién ... gana al final». Pero en la historia no hay «final» propiamente dicho, y esto es un problemón, pues no se puede contar un relato si no tiene principio, desarrollo y final. Por ejemplo, un relato de la España contemporánea que concluyera en abril de 1939 sería una marcha tozuda hacia la tragedia. En cambio, el relato con final en enero de 1986 era el de un país que había culminado una transición democrática espectacular y se había integrado en la comunidad europea.
¿Cómo estimar ahora la ineluctable salvación del Reino por los republicanos, si no es posible saber un final de la historia? A partir de Carlos I, ha habido tres clases de situaciones: reino con monarca indiscutido (como Felipe II); reino con monarcas rivales en todo o parte del territorio (como Isabel II y su tío Carlos); y periodos republicanos tras reyes discutidos por las élites (Amadeo I, Alfonso XIII). El régimen establecido por los vencedores de la guerra civil 1936-1939 encajaba en todos estos tipos y en ninguno. Al principio era un «estado nacional» con un militar al frente, es decir, una especie de república dictatorial (no todas las repúblicas son democracias, como le puede explicar a usted cualquier vecino venezolano de Cantabria); cuando vio las orejas al lobo tras la victoria aliada, que daba alas simultáneas a borbónicos y republicanos, se transformó de nuevo en un reino, con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 1947, si bien Franco ocuparía vitaliciamente esa autoridad y propondría la persona que habría de sucederle, como rey o regente.
Desde ese momento Franco gobernó implícitamente como regente, al estilo del almirante Miklós Horthy en Hungría de 1920 a 1944. El programa fascistoide de los primeros años 40 resultaba incoherente para el conglomerado ideológico del propio bando ganador. Estaba compuesto por monárquicos alfonsinos, tradicionalistas carlistas, conservadores agrarios o burgueses y estamentos vinculados a la Iglesia, además de militares que venían de guerras coloniales de la Restauración, y de simples oportunistas o rebotados. Como ejemplo de esta empanada podemos citar a un intelectual oriundo de Santander por línea materna, y diputado por la provincia en la Segunda República, Pedro Sainz Rodríguez, valedor del legado de Marcelino Menéndez Pelayo; este hombre, conspirador antirrepublicano, pasaría de ministro de Educación de los sublevados a un pronto exilio portugués junto a Don Juan (Europa es muy pequeña: también en Estoril acabó sus días Horthy).
Pero el largo ejercicio de Franco hizo que del Reino desapareciera el sentimiento monárquico, o lo que quedase de él. Esta situación era muy excepcional. Desde los Reyes Católicos, el país solo había estado oficialmente sin rey en los dos años mal contados de la Primera República y en los cinco prebélicos de la Segunda República: 7 de 450 sumaban solo un 1,6% de la historia posmedieval de España. Aun si contamos todo el periodo entre 1931 y 1947, sigue siendo solo un 4%. Sin embargo, la verdadera «España sin rey» fue lo que se llama, a falta de concepto histórico más afortunado, 'franquismo' (como si describiéramos Rusia como 'putinismo' creyendo que con eso hemos dicho algo interesante para la ciencia política). Juan Carlos, en 1975, no heredó así ni el cariño del régimen ni el de la oposición al régimen. Se tuvo que ganar la legitimidad con logros: cambio democrático, autonomías, europeísmo, proyección hispanoamericana, elevación económica. Su precipitada abdicación en 2014 provino de la pérdida de este capital por diversos asuntos que le hicieron 'discutido' por las élites en un momento de sufrimiento popular. Pero no se ha cerrado toda la brecha. La izquierda más izquierda ha hecho propaganda republicana hasta anteayer. Los secesionistas catalanes se enojan con el rey porque este se opone a una república catalana. Al parecer, esperaban que renunciase con entusiasmo a ambos términos de la expresión 'monarquía española'. Aún no se ha debido de inventar lo del 'soplum' en política.
El caso es que ahora el Reino de España depende no solo de una izquierda claramente republicana, que no repara en que para escribir 'El capital' Marx tuvo que acogerse al amparo de la Reina Victoria, tatarabuela de Felipe VI; depende también de personal que quiere hacer de España un Lego desmontado. Es natural que haya quien note sirenas de alarma subcutánea. Pero esto sería dar por sentado que la restauración de 1975 ha sido solo un paréntesis en la irremisible republicanización de España que se inició en febrero de 1873 con el presidente Estanislao Figueras (el que apostrofó épicamente al Consejo de Ministros: «Señores, estoy hasta los cojones de todos nosotros», y dejó así predefinidas las repúblicas españolas por venir). ¿Y si, por el contrario, el sumatorio en ciernes mostrase que los recientes ímpetus republicanos y separatistas no han sido sino un paréntesis, y de los más livianos, en la tortuosa historia de consolidación de una monarquía liberal española al estilo de las septentrionales?
«Ya se verá al final», pensará usted. Pero recuerde que no hay final de la historia, sino solo del capítulo anterior. La concepción de la historia como relato con 'The End' se corresponde con una visión cerrada del tiempo, entre Génesis y Juicio Final, luego secularizada como emergencia del homo sapiens y consecución de la utopía social. En realidad, la historia está siempre abierta: la colectiva, por su prolongación temporal; la colectiva y la individual, por la prolongación de sus interpretaciones (así la biografía de Galdós se modificó con los estudios del recientemente fallecido cronista santanderino Benito Madariaga). Ahora los republicanos tienen que salvar al Reino y declararse en un paréntesis de su epopeya. Pero quizá sea el destino, burlador implacable.
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