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Estaba hecho con la sangre del superviviente, el óxido de la perseverancia y el hueso duro de la persistencia. Pero su cordón umbilical era musical, sinfónico, de adagio, aria y cuarteto. Ricardo veía la vida a través de una sinfonía o de una sonata , ... de ese pizzicato que de pronto ilumina un resquicio inesperado o insufla un soplo al corazón. Lo demás era broma. Entre la obertura y el nocturno, Ricardo impuso a su cuerpo la libertad de los sonidos bien interpretados, la gramática de esa partitura ideal que reconoce la hondura del silencio y la permanencia de una nota irrepetible. Ejerció la crítica –muchas veces se olvida que es un género periodístico más–, con el entusiasmo del buen comunicador y la escritura de quien sabe que a veces lo subjetivo, lo personal, puede llegar a ser lo más objetivo del mundo. Durante más de tres décadas las citas musicales tradicionales de agenda y noticia iban acompañadas siempre de una llamada puntual: la de Ricardo anunciando su texto con la urgencia de quien estaba convencido de que la música podía diluirse en la prosa de la actualidad u olvidarse, como sucedió a veces, bajo la dictadura de la inmediatez. Las limitaciones físicas que padecía nunca impidieron su tesón y su concienzudo relato de una vida edificada en los asideros de un poema sinfónico, en un preludio, en una suite o en un divertimento.
Ricardo no necesitaba inventarse pasiones. Creció en la fantasía, se prolongó entre variaciones y supo convertir los golpes bajos en polonesas y minuetos. El humor envolvió los malos días y muchos ritmos secretos, que nunca escucharemos, alimentaron sus sentimientos más íntimos. Nunca llegamos a conocer a los demás, al otro. Pero él era de esos tipos que hacen de las carencias ese sexto sentido musculado que revela maneras de vivir. ¿Cuántas veces hacemos de la queja nuestra única melodía? Ricardo, por contra, sabía como Nietzsche que «sin música, la vida sería un error».
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