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Con el verano el españolito tiene la tentación, y en ocasiones la oportunidad, de lanzarse al turisteo nacional. Y entre paella, sablazo y sangría, visita pueblos y deambula por nuestra vertebrada patria. Y aunque somos gente de demostrado aguante, cuando la madre naturaleza o la ... vejiga llama... pues hay que echar el freno. Y es entonces cuando comienza la odisea, la estupefacción o el enfado. Si tenemos la ocurrencia de echarnos a nuestras carreteras, autovías, incluso a las autopistas de extorsión, o pago, tal vez caigamos en la tentación de detenernos en una «P», (efectivamente de parada, área de descanso o remanso de paz). Entonces, nos creemos a salvo. Justo tras aparcar, cuando la naturaleza aprieta más desbordante, pueden ocurrir varias cosas. O bien el remanso de paz se limita a un territorio con asfalto, árboles que darán sombra para las Olimpiadas de Madrid y una rebosante papelera, o bien, por suerte, fortuna o mero azar, descubramos esa rara avis de edificación de hormigón, que creemos identificar con unos baños. Nos las prometemos muy felices y nos proyectamos raudos y veloces, impelidos por el cercano desbordamiento con nuestras veraniegas sandalias. Al instante descubrimos que mejor nos hubiera venido traer katiuskas, y que una mascarilla tampoco era mala idea. Pero no te queda más remedio que desaguar. Y mientras sales, te avergüenzas del país, de sus gentes y de su calaña gobernante, porque en letrinas como esa no hay quien entre.

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