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Recuperar la conversación pública es una tarea imprescindible que tiene por delante la política española en este nuevo curso. Más allá de recuperar los acuerdos necesarios en un país democrático o el diálogo entre diferentes para trabajar por un horizonte compartido de progreso y bienestar ... para el conjunto de la sociedad, urge sanar la política institucional y parlamentaria para que sea un verdadero ejercicio de representatividad de la ciudadanía.
España atraviesa un momento decisivo en términos de recuperación económica, de crecimiento de la actividad empresarial y de creación de empleo. También es una etapa clave de transformación social como determina la transición ecológica o la digitalización que van a permitirnos avanzar con mayor cohesión y sostenibilidad. Sin embargo, urge recuperar la concordia, la serenidad en el debate público, la coherencia en la defensa de las ideas y la responsabilidad ante el ejercicio más importante que tenemos los políticos, que es representar los anhelos y los sueños de los ciudadanos, trabajar para resolver sus problemas y enfrentar los retos y desafíos con propuestas y soluciones.
Hemos pasado la peor crisis sanitaria de los últimos cien años y el comportamiento de la ciudadanía ha sido ejemplar. Por eso, no pueden entender como en un momento así la única herramienta utilizada por algunos sean el insulto y el odio en vez del ejemplo público. Yo tampoco. Ya no solo es que, con ello, se esté muy lejos de poder representarles con dignidad, es que está siendo un nefasto espejo para la sociedad, a la que se traslada esa misma fractura.
Llamar bruja a una diputada, analfabeto o sociópata al presidente del Gobierno, no puede hacerse nunca en nombre de la libertad de expresión porque es falso que responda a ella. Cada miércoles las sesiones de control al Gobierno se han convertido en un hervidero de despropósitos y en la ocasión aprovechada por unos pocos para generar ruido y distorsión con los que se amenaza la convivencia y el espíritu de la democracia, que es el respeto al diferente y a la pluralidad como antídoto contra los pensamientos totalitarios.
Nada se puede hacer con el nivel de crispación y de enfrentamiento con el que la derecha española está haciendo política. Las posiciones manifestadas, los insultos y descalificaciones con los que pretenden deslegitimar la política que hace el Gobierno no deslegitiman en modo alguno la acción gubernamental sino más bien a quienes inoculan y emanan ese odio. Pero generan desconfianza, desazón y malestar en el conjunto de los ciudadanos, que no entienden que seamos incapaces de ponernos de acuerdo en algo y que el insulto sea el único instrumento para criticarlo todo. Esto produce un daño irreparable y en muchos casos irreversible en el seno de una democracia consolidada. Por eso, es tan oportuna la petición de la presidenta del Congreso de los Diputados, Meritxell Batet a los 350 diputados y diputadas en el primer Pleno del curso político: más respeto y educación en nuestras intervenciones para dar ejemplo a la ciudadanía, dejando los insultos y las ofensas fuera.
Comparto la reflexión de Gregorio Peces Barba, padre de la Constitución de 1978, que afirmaba que «el juego sucio, la mentira, la dialéctica del odio, la incapacidad para reconocer errores, el tú más, la técnica de lanzar basura contra el adversario para tapar las faltas propias son algunos signos de esa carencia de fundamentos mínimos para hacer política en democracia».
La pasión en política es determinante para defender con impulso y con decisión el rumbo de un país pero nada se puede hacer si esa pasión no se ajusta a razones éticas que permitan generar un espacio en el que sea tan digno lo que se propone como su alternativa. No podemos estar todos de acuerdo en todo y en muchas ocasiones tenemos y tendremos que tener visiones y modelos distintos pero si debemos expresar nuestras diferencias con respeto.
Siempre he creído que todos los que un día dimos un paso para representar a la ciudadanía y trabajar desde las instituciones públicas lo hicimos con el objetivo de mejorar la vida de la gente. Podremos equivocarnos, podremos no compartir ni los objetivos ni la manera de enfocarlos, podremos no estar de acuerdo sobre la finalidad o representar intereses diferentes y a sectores de la sociedad distintos, pero no comprendo a quienes vienen a la política a generar esa división inquebrantable de la convivencia. Por eso es más necesaria que nunca la revolución del respeto que ya defendía Fernando de los Ríos el siglo pasado. Solo desde el respeto podemos devolver el prestigio a la política y legitimar nuestras propuestas para hacer un país mejor. Con diferencias, sí, siempre, pero sin respeto, nunca.
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