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La inteligencia artificial (IA) se denomina así porque no es orgánica ni fruto de la evolución biológica. Es artificial porque es un diseño del hombre y, por tanto, un producto de su mente. Todas las decisiones humanas tienen una dimensión ética y los algoritmos ... que componen la IA son fórmulas matemáticas que reflejan la ética de quien los ha diseñado. Cada programador traslada al código digital su propio «modelo del mundo». Así, la solidaridad de un informático permeará en las decisiones codificadas en su algoritmo; un programador machista proyectará su machismo en el proceso de decisión que prevea su algoritmo; una «coder» racista trasladará a código binario su visión del mundo e imprimirá sus valores discriminatorios al programar. Los algoritmos ni olvidan ni perdonan, por eso es crucial regular el modo en que se construye esa imagen sintética del mundo. Aunque al final del algoritmo debería haber siempre un ser humano, lo cierto es que el volumen de cálculos y variables a tener en cuenta, la complejidad de las decisiones y, sobre todo, la velocidad a la que estas deberán tomarse para reaccionar ante imprevistos, obligarán al «robot» a decidir por sí solo, pues no habrá tiempo para que un humano supervise, analice y tome una posición.
El presidente ruso, Vladimir Putin, afirmaba hace ya tres años que, quien domine la inteligencia artificial, dominará el mundo. La consultora americana Mckinsey pronostica, por su parte, que la revolución de la IA tendrá una escala 300 veces mayor que la revolución industrial y sucederá a un ritmo 10 veces más rápido. Por increíble que ahora nos parezca, los niños nacidos hoy en día componen la última generación de seres humanos más inteligentes que sus máquinas. Más de la mitad de esta misma generación de niños trabajará, en 30 años, en empleos que aún no existen.
Dos docenas de países compiten en la carrera de la inteligencia artificial. Sólo dos, China y EE UU, se lo han tomado como una cuestión de Estado, pues saben que, de esa victoria, depende ganar el resto de batallas. Europa viaja en el furgón de cola: sólo 2 de las 30 principales empresas digitales mundiales, el 25% de las startups de IA y apenas el 10% de los unicornios digitales son europeos.
En estos mismos momentos, silenciosamente, frente a pantallas de miles de ordenadores de todo el mundo, un ejército de programadores se afana en esculpir en silicio la mayor revolución que haya visto el ser humano: la creación de la superinteligencia sintética. Más de la mitad de esos programadores son asiáticos. China, Singapur, Japón o Corea vieron que la IA proporcionaría poder económico y ventaja geopolítica competitiva por lo que, desde los años 90, invirtieron en educación STEM y hoy recogen los frutos. No es una cuestión anecdótica: su cabeza está amueblada de manera muy diferente a la nuestra, su imagen del mundo está apuntalada por prioridades, valores y principios a menudo distintos a los occidentales. La consecuencia fundamental de esta descoordinación mundial en la competición por alcanzar el liderazgo de la IA es que no habrá un único ganador sino varias tecnologías (no siempre compatibles) lideradas por diferentes empresas, naciones y mentalidades. Se están construyendo esclusas de IA.
Mientras esa red de algoritmos crece y mientras se alimenta con los datos que generan los millones de sensores que minan la información generada por los múltiples dispositivos digitales conectados a nuestra vida, esos programadores viven, opinan, disfrutan, sufren, se mueven, sienten frío, hambre o sueño. Son personas de carne y hueso, como quien escribe y quien lee estas mismas líneas. En un futuro cercano en el que cada vez más decisiones las van a tomar máquinas (por ejemplo, a la hora de conducir un vehículo autónomo, de conceder un crédito, de cerrar un contrato o de actuar ante un delito), los valores que encierra un algoritmo, tienen importancia. Y Confucio está ahí. Su legado, su modelo del mundo y sus valores a la hora de tomar decisiones (jerarquía, lealtad, disciplina, etc.). La inteligencia artificial no es un arma, es una herramienta, pero muchos expertos occidentales reconocen, a su pesar, que probablemente sea China quien gane esa carrera. Esa tecnología no sólo va a copiar la imagen del mundo de sus creadores, sino que va a rediseñarlo. Para siempre.
Teniendo en cuenta la importancia estratégica que tiene esta tecnología en geopolítica, lo más probable es que de la carrera por el liderazgo mundial en la IA nazca un mundo «dividido en dos»: dos modelos algorítmicos distintos, dos modelos del mundo diferentes, dos modos de observar la realidad. El occidental y el asiático. En esencia: el americano y el chino. Si en casi un año de pandemia no se ha logrado luchar de manera coordinada contra el coronavirus y la investigación de la vacuna anti-covid 19 se ha convertido en una carrera comercial, ¿cómo podemos esperar un consenso internacional para conseguir una «roboética» global?
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