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La he reproducido anteriormente -en algún viejo artículo-, pero, una vez más, vale la pena echar mano de la cita: el añorado David Gistau advertía hace años sobre la tendencia de los columnistas españoles a sentarse ante el ordenador «a ver cómo cito hoy ... a Schopenhauer». La actualidad, por el contrario, exige a menudo una escritura contenida, prosaica y ajena a las florituras a las que, en general (Dios nos perdone), tan aficionados somos. ¿Quién nos iba a decir que acabaríamos nombrando en estas páginas a Rocío Carrasco? Y, sin embargo, aquí estamos.
La idea general es que la vida, la familia y el destino de la hija de 'La más grande' no nos afectan especialmente. Y que, a Irene Montero, tampoco. Pero, he ahí la madre del cordero. Lo que el común de los contribuyentes entiende como un producto zafio que reduce al mínimo la actividad cerebral, los políticos lo ven como otro instrumento útil para apuntalar su misión salvífica. La costumbre convierte en presentable cualquier atentado al buen gusto (y a la buena digestión) si nadie protesta o si sus responsables se colocan del lado conveniente en la pugna electoral. Así ha sucedido con Bildu o con Sálvame.
La nacionalización de los medios de la producción rosa supone el final de aquel cordón con el que, teóricamente, se aislaba al cotilleo en España. Hoy, los opinadores de la nación, que por las mañanas instruyen a ese pueblo que tanto desprecian sobre las mejores estrategias para combatir el coronavirus, acuden de noche a los platós para comentar los detalles de la turbulenta relación entre una mujer de dieciocho años y un guardiacivil, y para llegar a conclusiones sobre la supuesta violencia machista de la que Carrasco fue víctima.
La ministra de Igualdad, debido sin duda a la tradición ideológica que representa, acepta la política en su naturaleza real, esto es, como tarea expansiva. Se trata de la incomodidad ante los espacios sobre los que aún no se ejerce dominio. Por supuesto, aquella noble idea de la separación de poderes impide la concreción definitiva de la izquierda «transformadora» en un país donde ya sólo un discurso es públicamente aceptado. Se ha dado un temerario permiso a la política más intrusiva para que maneje a su antojo todos y cada uno de los ámbitos de la vida en sociedad.
El documental sobre Carrasco y su extinto matrimonio es una simulación televisada de lo que se nos viene encima: un grupo de tertulianos parciales, un juicio fingido y una sentencia condenatoria dictada por una ministra que anula, de facto, cualquier resolución que, al respecto, hayan tomado los tribunales de justicia. El futuro.
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