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Javier Marías no escribía para perder el tiempo, sino para notarlo. Es un buen signo del oficio de escritor; una de tantas frases del difunto novelista que se han rescatado estos días para el duelo. Ya saben, degustar el tiempo, palpar sus matices. No parecen, ... sin embargo, años propicios para la quietud contemplativa que exige la lectura. Ni para nada, en general. La caída de las torres y el estallido de guerras que no quieren ser llamadas guerras; las crisis, que son ajustes y la humanidad despojada de atributos, salvo de la militancia y la imagen. Todo ello ha alumbrado una época en la que el mundo parece inmerso en el ojo de un huracán de clara vocación homicida. Eso sí, poco a poco, sin casi notarlo.
Acontecimientos como las muertes del propio Marías y de la reina Isabel II (las pandemias, o las decisiones belicistas del este de Europa) constituyen una pausa para tanta unanimidad pública. En definitiva, son notas disonantes que recuerdan al personal el avance de las cosas y su siempre inevitable ocaso. Estos días, además -líbreme Dios de comparar calamidades-, se nos ha retirado Roger Federer, cuyo despliegue sobre las pistas llevábamos veinticinco años mirando y admirando. A posteriori, todo nos parece irrenunciable o insustituible. No era posible que Federer no existiera, como resultaron obligadas las existencias de Marías o Isabel. Es imposible pensar en una historia diferente.
Con el transcurrir de los años, aquellas «dimensiones del teatro», de las que hablaba Gil de Biedma, van haciéndose cada vez más nítidas. Cualquiera que sea su vocación o su esperanza, el destino convierte al individuo en pasado; a la felicidad, en proyecto o en memoria. Sin embargo, en Federer (sin ir más lejos) encontramos la prueba de la eternidad que todo tiempo guarda. Este siglo y los que vienen no son únicamente eslabones de una cadena con un final perfecto. El día -este, por ejemplo- puede ser el escenario de un encuentro inesperado, de una despedida definitiva o de un aburrimiento mortal. Uno puede disfrutar o sufrir indeciblemente mientras otros recorren la inanidad de un miércoles cualquiera.
Roger Federer, en instantes que duraban horas o segundos, exhibía un talento que justificaba la invención y evolución de un juego centenario. En su atlética habilidad culminó la idea primera, los niños soñando con ser tenistas y el pasatiempo que se mira por televisión. Hoy, su vida deportiva ya es historia, como seremos todos, y ya hemos pasado a otra cosa. A Carlos Alcaraz o a Tamara Falcó. No se desanimen. Todos los días tienen su afán y el pasado (el más reciente) tiene a Federer en lo más alto.
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