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Un pez en el hielo
A la última ·
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A la última ·
Hay cosas que no terminan de existir hasta que no están escritas, que solo se materializan cuando se pone una letra detrás de otraLes sucede a algunos entrevistados: cuando ven publicado lo que han dicho, se echan las manos a la cabeza. «¿Yo he dicho eso», se preguntan. ... Lo hacen porque hay cosas que no terminan de existir hasta que no están escritas, que solo se materializan cuando se pone una letra detrás de otra, una palabra detrás de otra, una coma, un punto, dos puntos. Es entonces cuando se convierten en verdad.
Ocurre al repasar el sumario de la magistrada que instruye la causa de la dana. No se escuchan las voces entrecortadas ni se ven las lágrimas derramadas, pero es precisamente ese estilo indirecto, ese contraste entre la gravedad de lo que se narra y la asepsia con la que se recogen los testimonios de las víctimas lo que provoca que los hechos se hagan realidad para nosotros (desafortunadamente, para los afectados lo son desde el día de la tragedia). De esa sucesión de caracteres de palo seco se desprenden la estupefacción, el miedo, la angustia, el dolor, la ira. Y, siempre, la incomprensión: cómo permitieron que tuviera lugar ese «infierno real de destrucción, muerte y, finalmente, oscuridad», según lo describe la propia magistrada.
En 'Un pez en el hielo', Ricardo Piglia, a través de su álter ego Emilio Renzi, cuenta un viaje que hizo a Turín, la ciudad en la que se suicidó Cesare Pavese. Una semana antes de morir, el escritor italiano le envió una última carta a su hermana («Yo estoy bien, como un pez en el hielo», le decía) y anotó una última entrada en su diario. Pero, como escribe Piglia, Pavese «vivió todavía ocho días más, aunque para sí mismo ya era un muerto. El condenado. El muerto vivo. ¿Cuánto tiempo puede sobrevivir, inmóvil, el pez en el hielo?». Cuatro meses. Los que lleva Mazón.
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