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(Recomendación sonora para acompañar la lectura: 'Count on me', de Bruno Mars.
Esta columna trataba otro asunto. Estaba ya por enviarla a El Diario ... Montañés cuando leí en este mismo periódico la noticia sobre el abuso mezquino que ha sufrido Antonio. Tras el impacto inicial, viajé en el tiempo. En mi colegio habitaba cierta maldad. Recuerdo un idiota dos años mayor que yo que me arreó un empujón escalera abajo delante del resto de la clase. Recuerdo también que los que llevábamos gafas éramos llamados «cuatro ojos» de manera despectiva. Así que yo, al salir de mi casa, las escondía en la mochila hasta mi vuelta. Los regordetes también sufrían su dosis de crueldad. Los bajitos recibían de lo suyo… Básicamente se atacaba al diferente. Había que buscar objetivos, como si fuera algo normalizado y natural. Humillaciones varias, algunas peleas a la salida… y una profunda sensación de soledad.
Algunos profesores te tiraban de la patilla hacia arriba y, al soltarle, te pegaban tal capón que andabas caliente toda la jornada. También teníamos otro maestro que cuando no nos aguantaba más –cosa que sucedía con frecuencia– nos arrojaba el borrador de madera, con una puntería digna de Olimpiada. Nuestro entrañable (no es irónico) profesor Manolo nos golpeaba con su regla en las yemas de los dedos, ya casi parodiando los tiempos en los que la letra con sangre entra. Eran los últimos vestigios de esa época. Ya se empezaba a intuir que a base de golpes no se enderezaba a nadie.
Todas estas lindeces hacían del centro educativo una especie de jungla a la que no apetecía mucho acudir cada mañana. Pero de la que, al menos, no salí traumatizado como otros tantos, a los que el paso por la escuela o instituto les marcó negativamente para el resto de sus vidas, incluso en casos más extremos quitándose de en medio al no poder aguantar tal presión.
Cuando leí la noticia no fui capaz de ver el vídeo de los malvados agrediendo y riéndose de Antonio. Sabía que eso iba más allá, y que me iba a dejar tocado. Ya solo leer el artículo me hizo dormir fatal esa noche. Vaya por delante que para mí la educación es la labor más difícil que tenemos los padres y madres y los maestros y maestras (benditos sean). No hay manual del buen educador. Hacemos lo que podemos. Pero esto sobrepasa los límites de la crueldad. No sé qué palabra va más allá de maldad. Me sale una mala leche tremenda ante una injusticia de este tamaño. Y sin querer dejarme llevar por mi enfado y tristeza –ni pretendiendo dictar sentencia ni soltar ninguna moralina–, solo quería que esta columna que he cambiado a última hora (porque si no escribía sobre esto se me iba a enquistar) sirva para decirle a Antonio, y a todo el que es atacado de manera tan injusta, lo que todos le queremos decir: «¡No estás solo. Estamos contigo!».
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