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Recomendación sonora para acompañar la lectura: 'Love in an elevator', de Aerosmith.
No hables a menos que puedas mejorar el silencio». Esta afirmación del gran Jorge Luis Borges –que me viene al pelo como puerta de entrada a esta columna mensual– es bella, pero difícil ... de llevar a cabo en un ascensor. El silencio sube y baja en su cotización, como el Ibex y el Dow Jones. Nosotros mismos –al igual que el silencio– no somos los mismos en todo momento y lugar. El ascensor. Ese peculiar habitáculo de tamaño reducido que nos obliga a permanecer demasiado cerca de gente que de otra manera nunca sucedería. ¿Eres de los que dice simplemente «buenos días» y cuentas lentamente los eternos segundos del breve trayecto? ¿Eres de los que entablas charla animada?… Supongo que depende de muchos factores: del humor que tengas ese día; de si llueve o hace sol; de la urgencia o no. Y –básicamente– de tu educación. Alucino con los que acceden al interior sin tirar el amago de saludar. Hacen que el 'viaje' resulte de lo más incómodo. Me sonaba a chiste, pero un buen amigo me contó que en una ocasión entró en el ascensor de un edificio público en cuyo interior se encontraba un señor que no le devolvió el «buenas tardes», y entonces mi colega soltó una ventosidad –me 'suena' mejor pedo– murmurando: «Ay que alivio, como no hay nadie aprovecho». Ante la mirada atónita del maleducado acompañante que jugaba a la invisibilidad. Hablando de malos olores, está el vecino que siempre baja su bolsa de basura con su olor a pescado como si nada. O el compañero de trayecto que no ha pasado por la ducha en semanas y te produce un mareo que no te sacudes en horas. Si te toca subida o bajada con el fumador de dos cajetillas diarias intentas hacer apnea. Con cruzar dos frases ya sabes si tu interlocutor tiene halitosis, si acaba de tomarse un vino, o si masca chicle. Encuentros que no te permiten mirarte al espejo y atusarte el pelo, o hacerte un selfie urgente. O simplemente disfrutar del silencio. A veces no sabemos con la 'mochila' que va cargando el que tenemos enfrente, o si acaba de recibir una terrible noticia. Pero cuando la bordería se repite te define. No soy quién para dar lecciones de civismo, pero hay unos mínimos para la convivencia que el ascensor radiografía nítidamente quién los tiene, y quién no.
No todo es incomodidad. Y todo puede suceder en ese espacio singular y reducido. Mi amigo Miguel aun está asimilando cuando se abrieron las puertas de aquel ascensor del hotel Villa Magna de Madrid, y en su interior estaban Mick Jagger y su seguridad personal. Tras el impacto inicial hubo un conato de entrar, pero a mi amigo le salió no invadir el espacio de su 'Satánica Majestad'. Ante la mirada perpleja de Miguel, Jagger le devolvió una sonrisa afable como de «sí, soy Mick». Uno de sus asistentes levantó la mano como para cerrar el paso, pero no hizo falta. Hay otros que incluso han tenido relaciones íntimas exprés en ese rectángulo metálico, una incomodidad placentera no lo es tanto. Más habitual resulta cuando das con el que rompe el hielo con lo más socorrido, el gran tema de ascensor: el tiempo. Sobre todo en estos días de termómetros disparados alcanzando récords. Encuentros de todo tipo. Cordiales, incómodos, insospechados… Siempre habrá algo peor que toparte con un borde cuando se abren las puertas: una reunión de la comunidad de vecinos. Pero eso da para otra columna. Os dejo, que tengo que subir a casa. Espero que no me saquen el tema del impresentable de Rubiales. «Buenos días, ¿a qué piso va?».
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