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A lo largo de la historia, sea esta cierta o literaria, muchos dirigentes han recurrido al disfraz para caminar libremente por las ciudades, mezclarse entre la gente y conocer de primera mano, evitando filtros interesados, sus problemas e inquietudes. No es un mal ejercicio. Los ... gobernantes corren el riesgo de desconectarse del mundo real, por lo que resulta muy recomendable el paseo anónimo de cuando en cuando. En los cuentos de 'Las mil y una noches' se relatan las salidas nocturnas del califa Harún al-Rachid en la Bagdad medieval, escuchando las quejas, y hace unos años el rey jordano Abdulá II acudió a que lo atendieran en un hospital público cercano a Amán, vestido como un mendigo y confundido entre ellos, con el fin de comprobar personalmente la veracidad de las acusaciones de ineficacia y corrupción vertidas contra altos cargos del país.
El disfraz sirve otras veces para que el personaje pase inadvertido, sin más pretensión que la de eludir el peaje de la popularidad. Eso suelen hacer la reina Letizia y sus hijas Leonor y Sofía. El disfraz era un recurso frecuente en las comedias de enredo y usual también en actividades diversas, confesables o no. Las andanzas de Alfonso XIII en sus veranos en La Magdalena -la reina Victoria Eugenia llamaba al palacio «la casuca en la que fui feliz»- eran bien conocidas. Según contaba José Pérez Parada, periodista de El Diario Montañés que cubrió alguna de las últimas estancias reales en las primeras décadas del siglo pasado, Alfonso XIII no utilizaba disfraz en sus devaneos amorosos -de dominio público, por otro lado- en casas de mala o buena reputación, conforme se mire, sino lo que llamaban 'el incógnito real', es decir, el encubrimiento de los alcahuetes.
Con la llamada a las urnas a la vista, los políticos preparan su disfraz acostumbrado, la máscara del rigor y el respeto a la palabra dada, cuando todo el mundo sabe que política y verdad son términos antónimos. Nada hay más falso que un programa electoral. El mérito consiste en hablar con el ciudadano fuera de los tiempos de la busca del voto, porque la mejor manera de descubrir la ciudad y entenderla, viviendo su día a día, es pasearla fijándose en todo. Es visitar los barrios humildes sin ser reconocido; caminar por los jardines oscuros; avergonzarse con los desmanes en la obra nueva; sortear bicicletas y toneles por las aceras o vadear las lagunas que se forman en cuanto caen cuatro gotas. Y detenerse, entrar en un bar y tomar un café con los clientes. Tal vez así aparezca otro Santander ante el líder político, una ciudad distinta a la que le cuentan.
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