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El Ayuntamiento toma partido y lo hace contra los santanderinos. La alcaldesa y sus concejales proscriben a los ciudadanos, a quienes arrebatan su espacio natural ... para entregarlo a los excesos hosteleros, a los 'bicicliteros' -no confundir con los ciclistas- y a los nuevos mensajeros de los príncipes de las tinieblas, es decir, algunos descerebrados en patinete. La que fuera tranquila, atractiva, limpia y ordenada capital del norte que mira al sur, es hoy una ciudad sin ley en la que se permite cualquier desmán. Las terrazas lo invaden todo, hasta los lugares de especial protección, mientras mesas, sillas y armarios apenas dejan libre un paso angosto en los pasajes del centro. Caminar se convierte en una aventura, atento el transeúnte a evitar los obstáculos y en continua zozobra por si aparece de pronto el tarado del monopatín y se lo lleva por delante.
La pandemia y las restricciones sanitarias han castigado duramente a la hostelería en general, y de un modo devastador a negocios concretos. Nadie estará en contra, supongo, de un trato favorable hacia el sector, tanto en la ocupación de suelo público, limitada en el tiempo, como en el aplazamiento de impuestos. Además, pocos placeres son comparables a la conversación en una terraza en las tardes de verano. Pero el uso no es el abuso. Resulta intolerable que un discapacitado en silla de ruedas avance con dificultades o que una anciana con cachava se vea obligada a salir a la calzada por la presencia en la acera de carteles, repisas, muebles y toneles. La comprensión y apoyo a los hosteleros que cumplen las normas es compatible con la sanción a los que no lo hacen y con el respeto a los derechos del peatón.
La amenaza para la integridad física de las personas está en las bicicletas, los monopatines y los patinetes que circulan a su antojo por las aceras, un riesgo que el Ayuntamiento aumenta con el dibujo de carriles bici en los que se entrecruzan máquinas y paseantes. El tramo que va desde el Palacete del Embarcadero a la Estación Marítima es una trampa y un monumento al absurdo. Fue allí, un poco antes del Centro Botín, donde surgió un demente sobre dos ruedas, pedaleando en zigzag a una velocidad suicida. No atropelló a un matrimonio muy mayor de milagro. El hombre corrió lo justo, porque más no le daba, blandió en alto el bastón, y su reacción indignada exime de cualquier comentario: «Si lo agarro, lo deslomo». Su frase posterior fue cómica: «Hay que llamar a los guardias». «¿A quién dice usted que avisemos?».
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