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Existe un mito, relato de quejumbrosos y alimento favorito de muchos locales, que afirma que Santander ha sido siempre una ciudad gris, de cultura de ... banderola y festival o de tímidas herencias desatendidas. El cuento de la ciudad enamorada y sometida a los vaivenes turísticos multitudinarios o el de la gestora de residuos de la tradición, con poco dinero y menor entusiasmo, renacía con cada generación. En cada lustro, un canto se repetía: la ciudad de la que deberías marcharte.
Si en algún momento fue así, no puedo saberlo, porque la realidad hoy es muy diferente. La ciudad que se ve cuando miras está plagada de proyectos veteranos y nuevos, independientes y necesitados, crecidos al margen o bajo el paraguas de administraciones, proyectos activistas, concienzudos y de salón, profesionales y no tanto, empresariales y autogestionados, para cientos y para pocos. Podría nombrarlos, pero no lo necesitan. Todos ellos tienen algo en común: acogen, promueven, venden, compran, pagan sus alquileres, arriesgan y conservan a su público desde aquí, pertenecen a la ciudad porque se hacen su hueco, incómodo y pequeño, pero el suyo.
Su convivencia hace ciudad, es decir, cúmulo de paradojas, de altares y de idiosincrasia. Por eso es necesario defender la realidad, porque el cuento podrá ser nuestro pero se lo han creído otros.
A las puertas de la ciudad, esperan su turno cosmopolitas veraniegos de algoritmo y capital, la avanzadilla de una larguísima caravana de inversores de la cultura con su muestrario de maravillas, nuevos cócteles y novísimas recetas, preparados para salvar a la ciudad de su vejez provinciana, matar al hongo de lo rancio con la pomada de lo 'cool' y evangelizar con ironía de nuevo rico ante un público hambriento y sordo que no sabe lo que se pierde, no lo que tiene, si no lo que le traen.
Gelatinosa amalgama de creadores, influencers, comentaristas y feriantes, fuegos artificiales, contactos, alquileres caros, cajas sin zapatos, congresos de arte sin artistas, alfombritas rojas en calles minúsculas. Traen regalos, susurros al oído agradecido de los invitados, humo, tabiques móviles en espacios multifuncionales, visibilidad e interacciones.
Los hijos emprendedores de la alianza distópica entre tecnología, arte y capricho traen un nuevo lenguaje y cultura es un término agradecido: puedes definirla como quieras, usarla como apellido de proyectos inmobiliarios y planes estratégicos o para premios que son manjar de presupuestos. Pero ciudad es un término frágil y no lo resistirá todo. Por eso, si llegase el enemigo, estarías tocando las campanas.
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Ana del Castillo
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