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El orgullo de habitar, al menos temporalmente, el territorio de las garantías procesales y de la libertad de expresión se transmite con dificultad a las generaciones venideras. Resulta inverosímil, por ejemplo, anticipar una charla posible, digamos, con un nieto (o nieta) que ya habrá nacido ... en plena ebullición autoritaria. ¿Cómo convencer a los pequeños de los beneficios de la cobertura ritual en el ámbito de la justicia? ¿Cómo estimular el pensamiento independiente, desnudo de todos los miedos, cuando el mundo segrega una ideología idéntica en todas partes?
La libertad no es un fenómeno natural, sino, precisamente, la negación del dominio absoluto del tirano. La voracidad del discurso único y el desprestigio de la cultura favorecen el éxito del programa de máximos al estilo feligrés, con su trono y, por supuesto, su altar. El dogma, los burócratas de lo sagrado y los místicos comparten, de nuevo, protagonismo en el guion de un planeta cada vez más pequeño y conectado. Pero la doctrina es hoy muy diferente.
El motivo de este desangelado panorama parte de un simple error de cálculo acerca de las posibilidades del Estado de derecho para convertirse en un valor popular más allá del juego político inmediato. Los enemigos de la libertad -de todos los signos y, como dicen los cursis, de todas las «sensibilidades»- lo han comprendido desde el primer momento: este tipo de gente opina que no se trata tanto de apuntalar una institucionalidad en la que repartir funciones con el prójimo, como de ir a la conquista del mando.
Decía Octavio Paz que «el estado no puede ser ni iglesia ni partido». El Nobel mexicano sabía detectar las aspiraciones sectarias de aquellos iluminados que, desde la marginalidad, conspiran contra las libertades y el orden democrático. Un paseo por las redes nos descubrirá la existencia de grupos más o menos numerosos, más o menos insignificantes, que comparten sus atribuladas conversaciones en locales mal iluminados, con unos pocos cariacontecidos camaradas. «¿Cómo haremos -se preguntan- para repetir el éxito de Podemos? También ellos fueron una vez como nosotros. Eran cuatro. ¡Y míralos ahora!».
Esta urgencia por el éxito responde a la peligrosa idea, instalada en la opinión pública, de que estamos al borde de un cambio definitivo y traumático. Llevan tantos años diciendo que las «viejas recetas» ya no funcionan que, evidentemente, como en una mala profecía autocumplida, estas han dejado de funcionar. No subestimemos el lado oscuro de las sectas patrias. Cualquier relato, por más ridículo que parezca -sobre todo si es liberticida y demagogo-, guarda en sí la semilla de la toma del poder. Si lo toman, no lo soltarán. En España, además, nos acostumbramos a todo.
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