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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la nueva clasificación de las universidades del mundo, ofrecida por la de Jiao Tong de Shanghái, y sobre las causas del nuevo, aunque esperado, fracaso de las españolas: solo 12 aparecen entre las primeras 500 y ... solo una, la Autónoma de Barcelona, entre las primeras 150-200. Parte del fracaso se explica por los muy restringidos criterios con que se elabora el ranking: tener o haber tenido a premios nobel o equivalentes entre sus miembros en determinados campos de ciencias, de los que carecen nuestras universidades, ya nos deja en permanente inferioridad de partida; también que nada cuentan publicaciones de la mayoría de las Ciencias Sociales ni de todas las Humanidades.
Hay otras causas que nos impiden escalar posiciones. La financiación es un problema recurrente; pero hay que decir que en los últimos cuarenta años se ha agravado por la aparición de universidades públicas poco menos que innecesarias, habida cuenta de su proximidad a otras y de que ofrecen estudios iguales o semejantes, aparte de incorporar otros más propios de una formación profesional que de carreras universitarias.
Ello ha conllevado un aumento enorme del profesorado, mientras que ha ido decreciendo -y aún lo hará mucho más- el número de alumnos. Para más inri, el nivel con el que llegan los estudiantes a la universidad ha descendido alarmantemente, gracias a unas leyes educativas inapropiadas; y el nivel con que salen, con un año menos en la mayor parte de los grados, necesariamente es inferior al de los antiguos licenciados: no, las actuales no son «las generaciones más preparadas de la historia», como asegura la propaganda interesada.
Pero hay otra razón, además, que influye mucho en nuestro estancamiento universitario: la endogamia o tendencia de las universidades a nutrirse de su propio personal, sin posibilidad ni interés en reclutar o atraer a investigadores valiosos de otras que eleven su rango solo por tenerlos. El problema es estructural y afecta a todas las administraciones autonómicas, aunque en la universidad se manifiesta del modo más severo. Las sucesivas leyes de universidades han asegurado un profesorado competente, pero con nula movilidad.
Es verdad que los profesores jóvenes hacen ahora estancias temporales en universidades extranjeras, pero también lo es que para muchos no es más que un sacrificado trámite con que cumplir las duras exigencias de las acreditaciones a titular o catedrático.
La universitaria es una carrera larga y llena de obstáculos. Después de haber sido alumno excelente, luego becario, haberte doctorado, haberte acreditado para optar a las sucesivas categorías de profesor contratado, haber conseguido acceder a esas figuras y haber agotado la duración de todos los contratos y sus prórrogas, puedes haber cumplido fácilmente los 40 o más años, según los casos, sin parar de dar clases e investigar. Solo entonces podrás acreditarte como titular y podrás por fin opositar a una plaza en cualquier universidad. Ahora bien, dado que no existen los concursos de traslado entre profesorado universitario, tendrás que pensártelo mucho y saber que te irás para no volver. Seguramente dejarás atrás a tu familia.
En estas condiciones, son pocos los que se atreven a opositar fuera. Si ya eres titular y quieres ser catedrático, una vez que obtengas tu acreditación, pongamos como poco a los 50 años, podrás opositar en cualquier universidad, pero nuevamente te lo tendrás que pensar, pues dejarás todo atrás. Sí, el talentoso e innovador catedrático joven ha muerto.
En estas condiciones, muchos profesores, a pesar de su valía, aguantan y aguantan hasta que en su universidad sale una plaza a la que puedan presentarse, si no con garantía de sacarla, sí con muchas posibilidades, pues son pocos los que, a esas edades, están libres de ataduras. Muchos veteranos hemos ido a muchas oposiciones a edad todavía temprana, aunque sin éxito, víctimas de un sistema que favorece a los candidatos de la propia universidad; conozco, sin embargo, a muchísimos más profesores que solo han opositado una vez y a su plaza.
Esto contrasta con la política de las universidades que ocupan las primeras posiciones del ranking de Shanghái. En ellas es normal buscar a los mejores investigadores de cada área de ciencias o letras y ficharlos con diversos alicientes, entre los que no son menores un sueldo tentador, un entorno de investigación más favorable e incluso facilidades para la familia. Solo les importa que den lo mejor de sí, lo que beneficiará a la propia universidad, a base de más alumnos, más ingresos y más prestigio. Eso en España es imposible.
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