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Siempre me han atraído las personas que guardan silencio, aquellas personas que callan y sonríen. Relacionarse con el silencio no es fácil. No lo era de pequeño, cuando el castigo era el aislamiento, o el rincón de pensar, o marcharte a tu cuarto para reflexionar. ... No lo es para los adolescentes que se sienten solos o arrinconados. A mí no me enseñaron a relacionarme con el silencio. Creo que a nadie. Nos va encontrando. Es posible que las elecciones vitales también nos alejen o nos echen a los brazos de tan singular ayo. Porque por mucho que nos quieran entretener a todas horas, al final del día nos tenemos que acostar con nosotros mismos, y ahí, en ese silencio nocturno, también interior, no vale mentirnos, ni ocultarnos, y si lo hacemos, ya nos desengañaremos y en lo profundo nos encontraremos, cara a cara, desnudos, sin tapujos.
Pienso, ahora, un domingo por la tarde, en tantos y tantos silencios que no tienen quien los escuche o quién los quiera escuchar. Esos silencios perdidos, a veces con cuánto afán esquivados, por nuestros íntimos miedos, e incluso por nuestros fracasos. Hay veces que para sanarnos, hay que buscar los silencios, bucear en la propia historia, sacarlos a la superficie, para entendernos, rescatarnos y aprender a amarnos. Desconozco, no sé si al igual que de carbón, hay escombreras de silencios. Hay silencios de niños, de enfermos, de ancianos, también los da el desamor, las heridas que nunca cicatrizaron y que aún hoy causan dolor. Silencios; plenos, ricos, mendigos, hoy todos ellos, me apetece comulgarlos, y así, cual cartujo, escuchar el corazón de los hombres, mis hermanos.
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