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Las leyes de educación se modifican a la velocidad de la luz y, contra la lógica, no se ha deteriorado la calidad de la formación ... de los nuevos profesionales. Médicos que estudiaron con diferentes planes educativos son punteros en su especialidad, los matemáticos superan cotas nunca antes alcanzadas y abogados, periodistas, historiadores, etc. se integran profesionalmente con brillantez. La realidad es que, al margen de las leyes, son las personas, en su libertad individual y en sus capacidades, quienes logran una formación adecuada y mantienen el impulso de la superación en el saber para alcanzar la excelencia.
En el fondo de este éxito de la educación –que a su vez conlleva imperfecciones y fracasos– se encuentra el esfuerzo de quienes tratan de aprender una materia, un oficio o carrera. Y precisamente esa piedra angular es la que ahora se pone en cuestión. La cultura del esfuerzo se presenta como algo trasnochado, ineficiente e incluso se le atribuyen elementos totalitarios. Se quiere derribar cualquier obstáculo que impida a un joven llegar a la meta de su carrera: la obtención de un título que le capacite para ejercer una profesión. La fórmula es sencilla: se reduce a cero la validez de un examen y se otorga el título a quien no ha demostrado su conocimiento porque, naturalmente, suspender produce frustración y porque no todos tenemos las mismas capacidades, ni el mismo entorno sociocultural y económico.
Al final de los años sesenta terminé la carrera de magisterio y recibí el título acreditativo. Los alumnos de la escuela de magisterio, aun no universitaria, asistíamos a una revolución gramsciana en la que el lenguaje transforma la realidad. Fue el momento en el que los peritos pasaron a ser ingenieros técnicos, las enfermeras se denominaron ayudantes técnicas sanitarias y los aparejadores arquitectos técnicos. Algunos recién licenciados en magisterio proponíamos, a modo de burla, que en lugar de ser denominados como maestros se nos otorgara el título de 'Ingenieros en Pedagogía Sistemática Aplicada'. Con la carrera universitaria de periodismo ocurrió algo similar: no gustaba un título de periodista, tan hermoso como concreto, y se creó la Facultad de Ciencias de la Información –en la que me licencié y doctoré– y de esa manera los periodistas pasamos a ser científicos… de la información.
Los gobernantes perseguían, como ahora, la meta de que los menos dotados, esforzados o tenaces lograran los mismos resultados que los que dedicaban horas al estudio. El rechazo al valor del mérito y esfuerzo supone un grave daño a las capas sociales con menos recursos, ya que, si los títulos y los cargos se obtienen sin demostrar conocimientos académicos, se devalúan tanto que al final no abren puertas y, de esa forma los más pudientes o mejor situados podrán colocar en cargos importantes a sus familiares. Las titulaciones y las oposiciones han sido y seguirán siendo, si no triunfa esta nueva forma de entender la enseñanza, un auténtico ascensor social.
En los años de la dictadura franquista, la calidad de la enseñanza en los centros públicos era muy superior a la impartida en los regidos por las entidades privadas, mayoritariamente congregaciones religiosas. Ahora, ese instrumento para igualar las oportunidades se ha deteriorado, porque la enseñanza en los centros públicos no logra ofrecer una educación de calidad que supere a la de los institutos concertados.
En la década de los años setenta se hizo un planteamiento maximalista para evidenciar el error de suprimir el mérito. Si para igualar a los jóvenes estudiantes era preciso eliminar los exámenes, las reválidas y la cultura del esfuerzo existía una solución: Al tener un hijo sus padres le podían inscribir en el registro civil con el titulo de la profesión elegida: abogado, médico, ingeniero, profesor… y al llegar a la mayoría de edad podría modificar la titulación según su preferencia. Con ello se eliminaba la competitividad, la frustración del suspenso y la desigualdad. Los centros de enseñanza quedarían abiertos para los que desearan tan sólo aprender y hacerlo por vocación.
Quienes plantean suprimir el concepto del esfuerzo y eliminar las pruebas que demuestren el conocimiento de los alumnos se sitúan muy próximos a esa tesis igualitaria. Yo tuve un profesor que decía: «Aquí se viene a aprender. Puedo dar aprobado general… pero luego la vida les otorgará un suspenso». Y tenía razón. Durante la etapa de estudiante no solo se adquieren conocimientos; también se aprende el mecanismo que rige la sociedad.
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Ana del Castillo
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