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Hace escasas fechas fue noticia en nuestra ciudad la profanación del sagrario de una céntrica parroquia. La policía descartó, al parecer, el móvil del robo. Se trataría, pura y simplemente, del deseo de hacer daño a la Iglesia en lo más sagrado, en el corazón ... vivo de la comunidad creyente: el Santísimo.
¿Por qué este acto monstruoso?, se preguntaba alguien en estas mismas páginas. Si se odia a la Iglesia, ¿por qué no expresar tal sentimiento de cualquier otra forma? ¿Por qué arremeter precisamente contra el más inocente, contra ese Dios que se humilla hasta el extremo de quedarse bajo la forma de pan en un ángulo oscuro del templo esperando nuestra visita consoladora?
La respuesta acaso sólo pueda darla quien sea capaz de comprender al hombre que mata a sus hijos pequeños por la fuerza de su odio a la mujer que los ha parido. El odio a Dios es algo misterioso y supone una tremenda paradoja. Si se cree en Él, ¿cómo odiarlo? Y si no se cree en Él, ¿por qué ultrajar su mayor símbolo? ¿Por qué no ultrajar más bien a quienes lo utilizan con engaño?
Se piensa, naturalmente, en algo satánico. Los rituales y las acciones satanistas están a la orden del día. Quizá son un juego de rol, como una performance, una diversión digamos un poco fuerte con la que algunos tratan de combatir por el lado siniestro el vaciamiento religioso de nuestra sociedad; o quizá son la expresión de una aversión verdadera, diabólica, al cuerpo de Cristo. A mí me cuesta creer esto último. La única certeza que tenemos sobre la condición del diablo es que se trata de un ente dotado de gran inteligencia, y si algo le interesa en el momento actual a ese ente es no provocar ninguna emoción, ninguna reacción doliente, por causa de un ataque gratuito a la eucaristía.
Profanaciones como esta parecen, pues, contrarias a cualquier estrategia racional del demonio. Lo que más le conviene al Espíritu-Que-Siempre-Niega es lo que está sucediendo en la actualidad en nuestras iglesias y lugares de culto: la indiferencia generalizada ante el sagrario.
La presencia real de Cristo en las especies de pan y vino parece hoy fuera de cualquier discusión en todo el ámbito eclesiástico y en sus lindes, pero no por lo evidente que se haya hecho el dogma sino por lo poquísimo que conmueve ya al pueblo. No sólo los sagrarios vacíos, no sólo la irreverencia de los que pasan junto a ellos, no sólo el mostrenco e impasible estar en pie de casi todo el mundo en misa en el momento de la consagración. No se vive el gran misterio, no se vibra ante Él. Da igual que ese trocito de pan sea la carne de Cristo. Si alguien lo ultraja y lo pisotea, el mismo Cristo lo perdonará fácilmente. ¿Por qué no iba a hacerlo? Al fin y al cabo no se ha hecho daño a ningún hombre.
Quizá haya que recordar lo que dijo Santo Tomás de Aquino sobre el demonio. Lo llamó «coeficiente de santidad». A su manera, el demonio ha cooperado siempre al vigor de la lucha cristiana. Sin él, la vida espiritual se va volviendo inerte y la acedia acaba invadiendo el alma. La acedia es esa falta de alegría del hombre religioso que se convierte en hastío y rechazo íntimo hacia la vida espiritual. Y lo curioso es que no sólo hay una acedia individual, sino también colectiva. A fuerza de vivir la fe sin que pase nada importante, sin que haya ningún peligro, la comunidad creyente parece condenada a sucumbir a la monotonía, a la indiferencia y, a la postre, al desprecio del acontecimiento litúrgico.
Y quizá también haya que poner esta profanación del sagrario en la misma línea que ese escándalo, también reciente, del obispo que abandonó la religión, o que la «cambió» por una mujer que escribe basura pornográfica.
Son ambos hechos muy tristes, muy duros y desde luego indeseables, pero que vienen a interpelarnos, a sacudirnos, y también a abrirnos los ojos sobre el valor y la grandeza de lo que tenemos entre manos. Sólo que mientras la Iglesia santanderina ha reaccionado con un bello y tal vez fecundo acto de desagravio, la Iglesia española (y me refiero a la parte más visible, a la jerarquía) todavía no parece haber hecho un solo movimiento de reafirmación de la grandeza y del valor de la castidad sacerdotal y de la belleza e importancia del compromiso que supone el sacramento del orden.
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