Mi socio, mi amigo

Tenía el aspecto de un superhéroe de cómic. Por su físico, se diría que de un justiciero fortachón. Vestía pantalón corto. Lucía barba prominente y una calva bien afeitada. Paseaba por la ciudad sus ciento treinta y cinco kilos, acompañado por sus perros, deteniéndose a ... cada momento para charlar con unos y con otros, porque todo el mundo le conocía. Pero interrumpía las conversaciones cuando veía algún animal cerca; los amaba tanto que no podía dejarlos pasar sin acercarse a ellos y acariciarlos. Yo lo he comprobado: hablaba con ellos, y ellos le entendían. Esa era una de sus características mágicas. Otra, que su carácter se encabritaba cuando algo le parecía injusto, aunque luego esa mala leche se diluía como burbuja inofensiva. Pero donde verdaderamente se mostraba como un superhéroe era en el trato con sus amigos. Nadie los defendía como él, especie de padrino que luchaba por la dignidad del noble arte de la historieta. Cuando los dibujantes y los guionistas venían a Cantabria se encontraban con un valedor imponente. Comían, hablaban y discutían de lo divino y de lo humano. Se sentían valorados, felices, porque él organizaba todo para que fuese así. Era un emprendedor cultural de ideas brillantes. Puso en marcha muchas, y nos ha dejado encarriladas otras muchas más. La mitología que publiqué junto con Enrique Vegas tiene su impronta por doquier. El aspecto final del cuaderno se debe a él, a su particular visión moderna de los libros, que se impuso a la mía, mucho más clásica. Sin duda, tenía razón. Como cuando imaginó el pasaporte turístico que editamos para dar a conocer algunas bellezas de Laredo. Nos ha dejado huérfanos, pero obligados a que su ejemplo y sus sueños culturales sigan vigentes: Óscar Muñiz, mi socio, mi amigo. Hasta más allá de la muerte.