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Con el solecito, llegan las despedidas de soltero y la renovada hospitalidad de las terrazas. Nuestra capital autonómica, históricamente taciturna durante los largos y húmedos meses del invierno, recupera el ritmo vacilón y acoge a numerosos grupos de jóvenes -procedentes, imaginamos, de regiones aledañas- que ... recorren Santander como en un safari. No me malinterpreten. Un santanderino de pedigrí se lamentaría del resultado de un negocio que ha conducido a la ciudad a descuidar su perfil de balneario monárquico en beneficio del turismo de litros y jolgorio. No es mi caso. Yo celebro que hayamos pasado de Alfonso XIII y Victoria Eugenia a individuos achispados y disfrazados de oso panda o torero. No comparen.
Sin embargo, la mirada del indígena ante la invasión pasa por distintas etapas. La primera, obviamente, es la del asombro. ¿De dónde habrá salido toda esta gente? Hay una tendencia inmediata a la fiesta. Parece que Santander, pese a todas las crisis, las guerras europeas y la pandemia mundial, tiene aún cosas que ofrecer al mundo civilizado. Agotadas las opciones de Gijón y Logroño, donde se obstaculiza (por hartazgo) la convocatoria de las despedidas, Cantabria levanta la mano con la ilusión de quien recoge un inesperado relevo.
Pero, ay, estamos aún en los albores de la metamorfosis santanderina. Mi amigo JT, italiano de Venecia, vive en la paradoja de quien contempla cada año el hundimiento (nunca mejor dicho) de su ciudad bajo las pisadas entusiastas de millones de visitantes, pero reconoce a regañadientes el beneficio económico que proporciona el turismo a sus habitantes. Al ver 'Veneciafrenia', la más reciente película de Álex de la Iglesia, me acordé de JT y sus habituales diatribas contra la conversión de su tierra en monumento. Claro que De la Iglesia exagera el estado de ánimo general y nos presenta a unos venecianos que asesinan turistas por pura desesperación. Y, hombre, tampoco es eso.
Nuestra renovada Santander no segrega radicales. Pasaron ya los tiempos del impenetrable muro de clase y de Mafor. Paulatinamente, desaparecen las miradas inquisitivas de los empleados y las persecuciones por los establecimientos, no vaya a ser que la atracción de la belleza transforme a los clientes en urracas. Si bien la actitud de cara al público está lejos de la suavidad castellana (o andaluza), acaso las despedidas de soltero sean, parafraseando a Cavafis, «una solución después de todo». Poco a poco, se dibujan más sonrisas y hay un primer atisbo (muy verde todavía) de tapa servida con la consumición. Aquí, las cosas cuestan lo suyo y no se ofrecen platos de patatas a la riojana o de ancas de rana (como en Bañeza). Pero se agradecen las olivas.
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