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Sirio la miró con dulzura, mientras Isabel, entre lágrimas, lo acariciaba suavemente una y otra vez. La inyección comenzaba a hacer efecto y Sirio cerraba poco a poco sus grandes ojos ámbar sin dejar de mirarla, en un gesto que transmitía un amor sin límites ... y un infinito agradecimiento por más de una década de compañía, felicidad compartida y un adiós necesario y triste. «¿Ya?», preguntó Isabel. «Ya», le dijeron. Y en el momento en el que Isabel lo abrazaba, aferrándose a él como si quisiera retenerlo, el alma de Sirio, si los gatos tienen alma, abandonaba su cuerpo enfermo para elevarse hasta el cielo de los gatos, si es que hay un cielo para los gatos. Sirio, de edad avanzada, padecía una afección terminal que le producía un profundo sufrimiento. La muerte, inevitable, ofrecía solamente dos alternativas: procurarle una despedida digna e indolora o alargarle artificialmente la no vida.
La comisión de la eutanasia en la comunidad autónoma estudia las primeras peticiones de los cántabros que quieren morir. Las razones para posicionarse a favor o en contra de esta nueva prestación médica, tan definitiva, son poderosas y la implantación sin debate ha sido un error. Pero Sirio, un animal fuerte y orgulloso -quien considere inapropiado el ejemplo de un gato, lo único posible hasta ahora, es que nunca una mascota ha aliviado su soledad-, no era sino una sombra, postrado, incapaz de mantenerse en pie y de comer por sí mismo. La muerte fue una liberación. Por ello, aunque todas las opiniones son respetables en un asunto controvertido en el que entran en juego conciencias y creencias, debe contar, sobre todo, el deseo del enfermo para ayudarlo a irse -«estoy a un paso de que una máquina respire por mí», se leía en este periódico- si la ciencia considera que su estado es irreversible.
He sentido la presencia de la muerte dos o tres veces y la he visto representada después en varios lugares, uno de ellos en la Ciudad Vieja de Praga, al lado del Reloj Astronómico, mas era una muerte desagradable y turística, con harapos y capucha negra, y llevaba en la mano una guadaña, como en los malos cuentos de terror. A la Parca la dibujan anciana, enjuta y de estatura mediana, pero también aparece la muerte amable en forma de joven melancólica, desnuda o adornada con elegantes túnicas, al estilo de Átropos, la mayor de las tres hilanderas del Destino y la encargada de cortar el hilo de la existencia. Hace unos años, en Delfos, junto al monte Parnaso, una aparente sacerdotisa me dijo que no debemos sentir miedo porque la muerte, aconsejable e inflexible, es una consecuencia de la vida. Lo tenía escrito en un cartel a sus pies. «No temas a la muerte sino al mal morir».
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