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Cuando se llega a la edad de la experiencia es muy frecuente acudir a frases acuñadas de suficiente arraigo, como por ejemplo «todo tiempo pasado fue mejor». Podemos aquí recordar que no hace más de seis meses se respiraba un descontento general ante la situación ... económica y social de España. Practicábamos la crítica a la existencia en términos diáfanos y evocando el apelativo a Caifás: sin rasgarnos las vestiduras, manteniendo actitudes beligerantes con la la Administración ante el fenómeno del descontento general, últimamente reprimido por el asolamiento del covid-19. Pero la pandemia no es óbice para que sigamos preocupándonos por la juventud que permanece presa en esta sociedad donde la tiranía del mercado margina todo lo que no da fuertes rendimientos productivos. Las capas débiles, las que no pueden imponer su dominio de la situación, son marginadas. Léase los mayores, los jóvenes candidatos al primer trabajo y carentes de titulación o especialización, los estudiantes, los ineptos, los discapacitados o disminuidos, los parados. Los intereses de los gobernantes se mueven por caminos de encuestas para seguir en el poder, muy lejos del sentir popular. El Estado de alarma impone limitaciones a los que sufren hoy, mucho más que ayer, por las circunstancias calamitosas vividas. Que sepan los gobernantes que no se puede ocultar, ni aún por la mediatización de la enfermedad, la pelea por las necesidades vitales cuya lucha se hace hoy día más patente que nunca a pesar de las grandes aportaciones colectivas que la pandemia ha resucitado en la sociedad. La lucha contra el derrumbe económico por la crisis social que vivimos debe tener su objetivo en salvar la seguridad social e incentivar la economía para que palíe las lacras sociales del angustioso parón vivido y viviente, con prioridad al temor por el seguro endeudamiento a que impunemente estamos sometidos.
Pero de súbito aparece el mal que arrasa con todo, y hace preguntarse a los gobernantes si es mejor penar con la pandemia o salvar la fuente, el sustento necesario para vivir. El mundo entero se ve abocado a buscar decisiones drásticas que borran de un plumazo casi todas las fórmulas de convivencia. Y en esas se está. Las afrentas políticas van por otro sitio, sin atreverse quienes tienen el mando a decir lo que creemos que en este momento tienen aquellos in mente y esperan que otros se lancen a arrojar la piedra de «sálvese el que pueda». Nada parece ser eficaz en esta batalla sin cuartel contra el poderoso e imbatible enemigo. En todo el mundo se han adoptado medidas de mano de los instrumentos informáticos para salvar del precipicio la imposible relación personal, donde reside el enemigo público, el covid-19.
Pero esta solución que falsamente parece resolver el problema planteado de abordar la producción sin temor al contagio, solo es un espejismo, y nos está abocando a trabajadores, empresas y familias a unos esfuerzos adicionales sólo compensados por la facilidad aparente de afrontar las tareas de manera más sencilla. «Se está demostrando –parecen decir las poderosas empresas de la rama–, que somos la salvaguarda del futuro», y se frotan las manos por el aumento de la demanda de sus productos. Pero un análisis profundo de este entente entre empresas, trabajadores, colegios y alumnos, está proyectando unos daños colaterales de dimensiones gigantescas. De esta forma nos estamos pareciendo a las sociedades preconizadas en el libro de Aldox Huxley 'Un mundo feliz', donde todos cumplen fielmente su papel obedeciendo a un mandato genético de subsidiaridad a semejanza de las sociedades de los insectos fieles cumplidores de sus tareas, véase las hormigas, las abejas... Ya se están acusando los impactos que estas nuevas armas de colectivización están acarreando en las familias donde las madres y los padres están asumiendo en gran medida las tareas de adiestramiento de sus hijos, afrentados al engranaje de la educación a distancia, bien llamada, online. Hasta dónde serán capaces de aguantar quienes cargan con el enorme peso de las responsabilidades que como padres y empresarios están soportando, se están preguntando ya numerables agentes de este desvarío, como si el mundo se preguntara «cómo no lo habíamos pensado antes».
Como dice el refrán «a la fuerza ahorcan» y hasta estos días de atrás hemos estado observando una actitud de gran disciplina en nuestra sociedad y en todo el mundo a la hora de aceptar las necesarias imposiciones que la pandemia avoca a imponer a los Gobiernos. El titubeo que subyace en la toma de medidas represoras de movimiento es ahora más patente a causa de los efectos colaterales que tales medidas están ocasionando al empobrecimiento de las economías y al desplome del PIB. En este caso hay un par de palabras que describen fielmente el problema, a modo de un proverbio chino: 'mutatis mutandis'.
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