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La nueva normalidad se parecerá a la vieja normalidad por los anormales sueltos. En 'Encuentros en la tercera fase', la icónica película de Spielberg de ... los setenta, Richard Dreyfuss vive obsesionado por comprender qué son los extraños objetos vistos en el cielo, pero cuando se produce el primer contacto con una civilización extraterrestre se adoptan las máximas precauciones. En la entrada de Cantabria en la tercera fase, el singular visitante no es un alienígena amigable sino un enemigo mortal en forma de virus invencible, sin antídoto alguno. La minoría descerebrada de aquí, que también la hay, permanece instalada en un ayer cercano, ya inexistente, cuando creíamos que éramos libres. Las aglomeraciones en las terrazas, la escasa observancia de la distancia de seguridad y las reuniones sin mascarillas ni protección -véanse las tardes de la duna de Zaera, por ejemplo- confirman que no hemos aprendido nada.
Orden y contraorden conducen al desorden, según el viejo aforismo militar. Es posible que los informes oficiales, siempre rectificados, no inviten a confiar en quien dice una cosa y la contraria, aunque la realidad de las cifras de muertos, que si pecan de inexactas es por defecto y no por exceso, obliga a mantener la guardia alta. Mientras, en Puertochico, el presidente y el vicepresidente se desmienten el uno al otro en un clima político enrarecido y tenso, los economistas prevén un futuro muy complicado en España -¿por qué lo llaman ajustes cuando quieren decir recortes?- y desolador en Cantabria. El covid se convierte en la excusa perfecta para justificar una gestión deficiente y la postergación de esos grandes proyectos museísticos, tantas veces anunciados, que nunca se van a hacer. Échale al virus la culpa de lo que pasa.
Mas ya nos relacionamos, sigue la vida y comprobamos que caminar cada día sin perder de vista el mar es una fuente inagotable de relatos ligeros. Una chica deja su bicicleta junto a Los Raqueros y me pide que le haga una foto. Es una adolescente, y tal vez piensa que los menos jóvenes no hemos pasado del heliograbado o el daguerrotipo, y la digitalización es chino para nosotros. Curiosamente, su teléfono es igual al que llevo, pero ella no lo sabe, así que me dice: «Mire, tiene que poner el dedo aquí y pulsar». Estas cosas me divierten y le sigo la corriente: «¿Aquí, dices, en este punto blanco que es como un disco?». «Sí, ahí, ahí». Cumplo el encargo y ve mi móvil. «Vaya, si es igual al mío», se mosquea levemente. «Sí, pero acabo de descubrir para qué sirve el punto blanco».
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