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Uno. Hasta no hace mucho había un tiempo para cada cosa. Las estaciones, los cambios de la naturaleza, se reflejaban en las actividades y en los ritmos de las sociedades humanas.
Para una mayoría el verano es sinónimo de vacaciones y, como es sabido, ... estas significan libertad, liberación de las obligaciones laborales y paréntesis con las rutinas cotidianas, con los horarios habituales y, también, con algunas relaciones sociales. Por supuesto, esta palabra alude a descanso.
En este periodo muchas personas regresan a sus orígenes, a su tierra, a los paisajes de la infancia, y se reencuentran con familiares y amigos; también se reviven recuerdos y tradiciones (sabores, costumbres, dichos y palabras, ceremonias religiosas...).
Este reencuentro con las raíces contribuye a mantener la memoria, y a que el individuo ponga los pies en la tierra y no olvide de dónde viene; así no pierde las señas de su identidad social y se favorece la continuidad cultural.
Antes el verano era un tiempo lento, hoy es distinto. Antes las vacaciones de verano eran el universo del ocio (del no negocio), y se asociaban a descansar, a inactividad, al duermevela que provoca el calor y la ausencia de obligaciones laborales. Las prisas, la actividad, el ajetreo, era lo propio del resto del año, era lo que correspondía al ámbito del trabajo.
Sin embargo, hoy para muchos las vacaciones significan desarrollar mil actividades; el verano se ha convertido en un no parar. Sospecho que bastantes se sienten obligados a seguir el mismo ritmo acelerado del resto del año: viajar, salir, alternar, ver a amigos, ir a conciertos y a ferias, y hacer excursiones, y hacer deporte... No se puede perder un instante, hay que divertirse intensamente. Y, por supuesto, luego hay que contarlo (hacer muchas actividades es sinónimo de aprovechar el tiempo, y eso proporciona prestigio en la sociedad moderna).
La alternativa es permanecer en el lugar de residencia o ir al lugar de origen, al pueblo de la infancia o de los abuelos; y dejar que las horas pasen lentamente, y hablar tranquilamente con un viejo amigo y un familiar, y leer un libro, y hacer una larga sobremesa, y charlar a la fresca, y desconectar de la «rabiosa actualidad» que aparece en televisión, y olvidarse del día de la semana.
Dos. El verano del tiempo lento es propicio para el paseo. Y pasear es bueno para el alma. Sí, ya sé que también lo recomiendan como una actividad que contribuye a mantener la salud: el corazón, la circulación, la respiración... Pero yo quiero subrayar los beneficios para el espíritu. Hoy no aplaudo a los que salen a andar para mantenerse en forma y se calzan unas zapatillas de deporte aceleran el paso y controlan la distancia recorrida.
Me quiero referir a un paseo distinto: aludo a los paseantes que se paran y observan el paisaje, que se fijan en las nubes y en los árboles, o en cómo llegan las olas a la orilla de la playa. Me refiero a los que paseando caen en la cuenta de que una casa tiene un balcón lleno de extraordinarios geranios, y que un edificio posee una preciosa mansarda.
En la novela de Antonio Skármeta 'El cartero de Neruda' el premio Nobel aconseja: «Si quieres ser poeta comienza por pensar caminando». Sí, efectivamente, pasear y observar favorece la aprehensión del mundo y la introspección. El paseo y la contemplación del entorno, desarrollado a ritmo lento, sin rumbo, con el único objetivo de abrir los sentidos y ver, oler, sentir, percibir el entorno, proporciona sosiego y este lleva a que surja la metáfora y el conocimiento interior.
Por supuesto, esta peculiar forma de andar no se puede desarrollar en cualquier sitio y a cualquier hora. Exige que exista tranquilidad; por eso la naturaleza, el monte, el bosque, el parque, la playa o las calles desiertas son los mejores espacios para el paseo. El silencio, los sonidos de la naturaleza, la contemplación sosegada del entorno, permiten sorprenderse con el espectáculo del mundo y hace que esa impresión íntima transforme al observador.
Tres. Desde la Filosofía, la literatura y las ciencias sociales se ha prestado atención al paseo. Los discípulos de Aristóteles, los peripatéticos, desarrollaban sus diálogos y reflexiones caminando por el jardín, dando vueltas. En el ámbito religioso, algunos monjes, para acercarse a Dios, se enclaustran, se retiran del mundo, y en silencio, sin prisa, caminan alrededor del claustro y rezan y leen y meditan, y también perciben la paz y la armonía del jardín (La Regla de San Benito dice «Ora et labora, reza y trabaja». Por su parte, muchos siglos antes, el judío Filón de Alejandría propuso la «vida contemplativa»).
Henry Thoreau dijo: «Si no pasara al menos cuatro horas al día errando por los bosques, las montañas y los campos, absolutamente libre de todo compromiso mundano, creo que no podría conservar la salud ni el ánimo». Yo no me atrevo a decir tanto, pero sí confirmo que pasear hace bien.
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